CARLOS ALCORTA, ACTO DE PRESENCIA (Juan Francisco Quevedo)

CARLOS ALCORTA

ACTO DE PRESENCIA

Poesía reunida, 1986-2020

Ed. Trea, 2023

CARLOS ALCORTA: UNA VIDA, UN POETA

Con Acto de presencia no nos encontramos ante un libro más de de una de las voces más autorizadas y prestigiosas del panorama poético en español, nos hallamos ante lo que podríamos denominar un libro de libros, un volumen que se constituye en un homenaje justo y merecido, en una cuidada edición, a un poeta de esa generación que surge al amparo de la transición y que comienza a publicar en la década de los ochenta del siglo XX. Desde esos primeros tiempos, Carlos Alcorta siempre ha estado presente a través de diversas publicaciones en este difícil mundo de la poesía, erigiéndose en una voz respetada y consolidada en el tiempo. No ha sido de esos poetas que tras unos prometedores primeros pasos, su eco se haya ido diluyendo hasta circunscribirse prácticamente a esa red de relaciones que algunos poetas van tejiendo para salvarse de una realidad desértica, casi sin lectores. Bien al contrario, Carlos Alcorta ha ido creciendo y afianzándose con cada nuevo título,  hasta llegar a ser hoy en día una referencia imprescindible dentro de la poesía de las cuatro últimas décadas.

Desde su primer libro de poesía, publicado en 1986, catorce nuevos títulos han ido apareciendo periódicamente en prestigiosas editoriales. Cabría añadir un libro de poemas inédito que nos regala en esta edición de su poesía reunida con el sugerente título de Los demonios del mediodía (1997), escrito precisamente cuando los demonios de la conciencia empiezan a acosar en la mitad de la vida, allá precisamente donde Dante decía encontrarse inmerso en las tinieblas de una selva oscura.

Da vértigo el hecho de pensar la dedicación y el amor desmedido a la poesía de un autor a lo largo de toda una vida, a esa necesidad de usar el lenguaje como vehículo de conocimiento, sino para intentar comprender el mundo que nos rodea sí, al menos, para intentar conocernos a nosotros mismos. La poesía de Carlos Alcorta es una constante búsqueda de la verdad que acompaña al hombre, al poeta, una búsqueda que se transforma en una lucha constante, más que consigo mismo, contra sí mismo, en un ininterrumpido examen de conciencia, como el propio autor dice en la nota preliminar que antecede a su obra. Toda esa experiencia emocional culmina en una duda permanente que ha acompañado al poeta hasta sus dos últimos libros, publicados en el año 2020, Fotosíntesis, un libro revisado en el tiempo, y Aflicción y equilibrio, donde los versos derraman y desprenden desgarro y son, a la vez, refugio. Actúan, a pesar del sufrimiento, como bálsamo reparador dentro del pulso emocional en el que se envuelve y agita el poeta, dentro del latido vivencial que le posee.

A lo largo de su vida literaria, Carlos Alcorta consigue en su poesía entramar la filosofía con el dolor, la muerte con la culpa, el amor con la lucha, la creación literaria con la salvación a través del lenguaje. Con estos mimbres, el poeta profundiza en el conocimiento de su propio yo a través de la experiencia personal, con la emotividad asociada que conlleva. Con la verdad que supone esa inmersión íntima, con la entrañable cercanía que desprende, con esa complicidad, se aproxima inevitablemente a la sensibilidad del lector.

Carlos Alcorta sabe intelectualizar su poesía conservando la suficiente lucidez como para no dejarse arrastrar por la autosatisfacción del hermetismo indescifrable. El poeta nos sumerge en la cotidianeidad de la vida, incluso y a menudo de su propia vida, con su verdad, a veces con la poética, que bien es cierto que se confunde con las otras que hay en ella hasta no diferenciarse en esa suma de multitud de verdades poliédricas que configuran al ser humano.

Con este planteamiento poético, es fácil para el lector asimilar a su experiencia personal las dudas y angustias que el poeta nos plantea utilizando siempre una premisa común a toda su poesía, el uso del lenguaje con precisión y, en muchas ocasiones, con la intención de provocar un aldabonazo, un disparo a la conciencia capaz de sorprender al lector y estimular esas fibras neuronales y sensitivas que conducen directamente a la emoción a través de la belleza. Incluso de esa belleza con tintes tenebrosos que surge al escarbar y que se encuentra en las profundidades abisales de la memoria y de la conciencia.

Es de agradecer que el autor haya decidido no suprimir sus poemas iniciáticos pues, al fin, son el principio de un sendero por el que ha transitado al son que nos va imponiendo la vida y su acontecer, por el que se ha ido constituyendo el poeta y el hombre a lo largo de los sumandos de tantas experiencias que, irremediablemente, se verán reflejadas en sus versos. Ya en su primer libro se ve con rotundidad al poeta que habría de germinar y culminar en libros posteriores, un poeta con un elaborado lenguaje, al que se ha mantenido fiel en el tiempo, plagado de metáforas desconcertantes y atrayentes: No restituye/el trazo apasionado de las sílabas/lo tangible. Lo inventa. Y traiciona.

Los versos y los poemas van fluyendo, desde las primeras páginas de Acto de presencia, impregnados de una armonía rítmica dónde ya podemos ver no al poeta que será, sino al que siempre fue: Porque sobran las palabras, mujer, / me acerco con cautela hasta el cálido/umbral de tu vientre… (Un lugar en la memoria -1988- ).

En estos comienzos se trasluce con nitidez unas características que siempre han escoltado a su poesía, una preocupación por el lenguaje a través de la indagación metapoética y una catarsis biográfica que hacen de su poesía una significativa fuente vivencial en la que con el tiempo ha ido dando paso a una poesía más descriptiva que lírica, con una marcada tendencia a aumentar la reflexión existencial…

Carlos Alcorta añade a su experiencia vital un rasgo fundamental que se trasluce en su poesía, escribe desde la seguridad que te aporta poseer un gran bagaje cultural adquirido a través de la lectura. Autor de una trayectoria impecable, con una magnífica obra literaria, es uno de esos poetas capaces de provocarnos mareas interiores desde un presupuesto poético que trasciende la anécdota y lo cotidiano para universalizarlo y trascender. Sin duda estamos ante una de las voces más personales y poderosas del panorama poético en castellano, en la que la poesía se torna viva y vivida. Carlos Alcorta imprime a su poesía un marchamo personal que hace de él un poeta identificable, pleno de personalidad y con una poderosa voz propia.

El autor nos brinda, a modo de epílogo, tres poemas recientes e inéditos, que bien pudieran ser la antesala de un nuevo libro que se esté fraguando en la soledad introspectiva que precisa el creador. En cualquier caso, desde estos últimos poemas también se manifiesta un deseo que se acompaña de una realidad tangible, la voluntad de proseguir con la feliz idea de hacer acto de presencia más allá de este Acto de presencia que nos ofrece. Esperemos que un nuevo libro no se aleje demasiado en el tiempo. Entre tanto, disfrutemos de la poesía de un poeta que nos brinda un libro imprescindible, un libro de libros desde el que nos lega el fruto de toda una vida entregada a la poesía. Es el momento de disfrutar, en la lectura, de la poesía de Carlos Alcorta, una poesía que define una época, una poesía que, por otro lado, viaja más allá del tiempo al que se circunscribe para hacer acto de presencia permanente.

Es indudable que en este volumen de su poesía reunida, con el sugerente y activo título de Acto de presencia, hallamos aquello que el autor desea: Ojalá en alguno de los poemas de este libro encuentre el futuro lector a ese otro yo distinto del que soy y sea capaz de verse a sí mismo y de reconciliarse con sus demonios.

Juan Francisco Quevedo

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DEL MOVIMIENTO HIPPIE AL ROCK Y DEL ROCK AL PUNK PASANDO POR EL HEAVY-Juan Francisco Quevedo

DEL MOVIMIENTO HIPPIE AL ROCK Y DEL ROCK AL PUNK PASANDO POR EL HEAVY

DROGAS, SEXO Y ROCK AND ROLL

EL GRAN NEGOCIO QUE RODEÓ A LA MÚSICA DE LOS SESENTA Y SETENTA

Los años cincuenta se extinguían ahogados en su propia mediocridad. Los sesenta aullaban por derribar de un alarido todas aquellas puertas que permanecían cerradas desde que el ser humano pobló la tierra. Los sesenta corrían sin freno para irrumpir en las aburridas vidas de la generación que surgió tras la guerra mundial e inundar de amor y paz sus corazones. Un nuevo espíritu estaba a punto de desbordar el mundo y de asustar, desde su explosivo empuje, a las mentes instaladas en un pasado a punto de volar por los aires. Tras esta década, para una gran cantidad de personas, ya nada volvió a ser igual. Para bien o para mal.

El aliento yonqui del tío Bill Burroughs caminaba por la angosta senda de un perdedor como Charles Bukowski, ese poeta brutal y tierno, descarnado y lírico -“Los días pasan como caballos salvajes sobre las colinas”-, tal vez autor de un realismo demasiado sucio y feroz para los tiempos de civismo e igualdad que se avecinaban. A pesar de todo, encajaba a la perfección en la estética rompedora de aquella corriente que era heredera directa de los beatniks; era como si recibiese de ese grupo de inconformistas alienados “el abrazo imposible de la Venus de Milo”, que dijera Rubén Darío.

“Oigo el agua

las noches que consumo bebiendo

y la tristeza se hace tan grande

que la oigo en mi reloj”

                                  Charles Bukowski (Culminación del dolor)

Mientras en una aislante y solitaria oficina de correos, Charles Bukowski esperaba su ocasión para mostrarnos sus versos, Ginsberg corría con el manuscrito de Burroughs de editorial en editorial dispuesto a hacer saltar por los aires las conciencias bien pensantes, dispuesto a escandalizar -“El almuerzo desnudo”- con sus experiencias lisérgicas y psicodélicas a una sociedad nada habituada a los excesos. Todo ello, no conviene olvidarlo, en un país en el que durante aquellos años el ácido era totalmente legal.

“He visto medir la vida por las gotas de solución de morfina que hay en un cuentagotas”. William Burroughs (Yonqui)

En el corazón de los sesenta, en medio de esta eclosión literaria cuyas obras serán los libros de cabecera de la generación que estaba a punto de tomar la calle, surgirá una música que arrasará y conquistará a la juventud del mundo, el rock en todas sus variedades, incluso en su versión más salvaje, el heavy metal. Esta derivación tendrá el mismo nombre, tal vez casualmente, que el personaje de una novela -Nova Express– de Burroughs. El personaje se llamaba “The heavy metal Kid”.

Pero por el momento los jóvenes de entonces se disponían a dinamitar con sus ideas la cultura oficial y oficialista, la manera de ver y afrontar la vida y además, todo ello, aderezado por la música más bárbara que nunca hubiera existido. Muertos los cincuenta, los sesenta aporreaban, para derribarla, la puerta de la nueva década.

“La generación que anda alrededor de los veinte años se sublevará contra la gente de alma hórrida”.   Ortega y Gasset

Y después vino una larga historia -tan larga como la sombra del poeta colombiano José Asunción Silva al recordar en “Nocturno” a su hermana muerta-, hasta que posteriormente el mundo se colapsó con el ritmo del rock metido en el cuerpo, con el espíritu hippie -el “flower power”- de paz, amor y música que estaba por llegar, y con Kerouac “En el camino” y el desesperado “Aullido” beatnik en las venas de toda una generación.

“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas,                                                                                                                                           histéricas, desnudas,

arrastrándose de madrugada por las calles de los negros buscando el pico rabioso”.     Allen Ginsberg (Aullido)

Cuando en 1960 se miraba a través de los barrotes de una sociedad aburrida, oprimente y opresora, los jóvenes querían volarlos para contemplar un mundo menos gris y envarado; vislumbraban un futuro lleno de colores chillones, de bordados explosivos, de luz y de celebraciones primaverales. De repente pareciera que todo lo que no fuera a tono con los tiempos que soñaban aquellas nuevas generaciones balbuceantes se hubiera vuelto viejo, obsoleto, caduco y anacrónico, tan podrido como les pudo resultar en los años veinte a los muchachos de la Residencia de Estudiantes, Buñuel, Lorca, Pepín Bello y compañía -Dalí incluido- todo lo que les rodeaba y representaba un orden de pensamiento y de estética antiguo: ¡Putrefacto!

Lo que ellos representaban con un burro muerto, ideado y plasmado por Dalí, éstos lo hacían con el símbolo, ideado por Gerald Holtom y apoyado por Bertrand Russell, que encarna la apuesta por la paz y que al principio sólo quería representar la lucha a favor del desarme nuclear.

Aquella revolución surrealista y castiza de los residentes, sin contar aún con el refinamiento marxista y parisino de Breton y compañía, no fue más allá de una élite ilustrada; sin embargo, la revolución que se avecinaba, con una música nueva como estandarte, arrastraría multitudes y su espíritu desinhibido y comprometido se extendería por el mundo en movimientos espontáneos contra el racismo, las guerras y el poder tradicionalmente establecido.

La juventud más entusiasmada que haya existido nunca estaba a punto de rebelarse contra un sistema obsoleto y anquilosado en sus estructuras. Y todo ello impregnado con el halo imprevisto y aventurero de lo inciertamente apasionante. Para todo, incluso para experimentar con las drogas; se trataba de acabar con todo lo anterior y partir de cero. Se avecinaban tiempos de cambio, un tanto peligrosos y acelerados.

“La juventud necesita romanticismo”. Nikolái Bujarin.

Por supuesto, en esa lucha hubo que pagar un doloroso peaje que en su forma más auténtica acabó con aquel sueño de libertad, con la esperanza de haber hecho un mundo mejor. Las drogas mandaron al traste el espejismo que inundó el planeta de flores y cánticos alegres a la luz de las hogueras. Con aquel regalo envenenado se perdió, quizás, la oportunidad de haber hecho del hombre un ser más libre en una sociedad más justa.

“Quien te mal faz mostrando grand pesar

guisa como te puedas dél guardar”

                                            Don Juan Manuel (El conde Lucanor)

Hoy, en su estado más puro, sólo quedan pequeños restos del naufragio recibiendo en sus cabezas corajinosos palos de ciego mientras deambulan, solitarios, como pequeños conejos extraviados. A pesar de todo, a pesar de estos retales deshilachados, conviene recordar que hubo un tiempo, allá por los sesenta, en el que el poder establecido y la sociedad puritana que lo sustentaba se sintió amenazado por un grupo de jóvenes melenudos, extraños en sus formas y maneras, amén de impredecibles.

“Lo que es falso no es el materialismo de esta forma de vida, sino la falta de libertad y la represión que encubre”

                                    Herbert Marcuse (El hombre unidimensional)

Cuentan que por aquellos años se fabricaba un excelente L.S.D. en las, no lo olvidemos, factorías legales del químico Owsley Stanley, un hombre entregado tanto a la causa de su negocio que acabó encargándose del sonido del grupo californiano más pasado que haya existido, los Grateful Dead que aún en el 2015, ya sin Jerry García, tocaron “Sugar magnolia”.

Desde San Francisco, se fue extendiendo esta manera de ver la realidad, evidentemente distinta, tanto en su percepción real como en las emociones cerebrales, a través de un viaje lisérgico o, como se decía entonces, psicodélico. Eran años de permisividad donde el L.S.D. se consumía, junto a la hierba mexicana -marihuana-, en estos ambientes de libertad y juventud, con total naturalidad.

“La libertad no hace felices a los hombres; los hace, sencillamente, hombres”.     Manuel Azaña                                                                                         

En el 66 existía un gran mercado de la droga, todo un supermercado legal –The Psychedelic Shop-, donde se encontraba, además de estas substancias, los utensilios más variados para consumirlas; podía comprarse desde una cachimba hasta unos libros que les ayudaban a iniciarse en el camino de la psicodelia. Precisamente en ese ambiente de luz, decibelios y ácido nacerá el rock psicodélico, esa ensoñación cerebral con la que no sólo se hizo literatura sino también música.

La marea hippie sale de San Francisco y se extiende de costa a costa, para estallar definitivamente como un movimiento de masas absoluto en el 67, con el festival de Monterey. Allí se descubrió a Joplin y sobre todo a un Otis Redding -(Sittin`on) the dock of the bay– que cautivó a la flor y nata de un hipismo muy militante y combativo. Poco le duró en vida el reconocimiento pues fallece ese mismo año en un accidente aéreo. Poco más duraría la alegría a todos ellos pues, en un goteo sangriento, fueron escribiendo su propio epitafio desde el aturdimiento pasado de las drogas y desde los excesos incontrolados. Con la voluntad perdida, o disipada entre la enfermedad y el sopor del pico, todos fueron cayendo.

“Hermanos humanos que vivís después de nosotros,

no tengáis contra nosotros los corazones endurecidos,

pues si tenéis compasión de nosotros, pobres,

Dios tendrá antes misericordia de vosotros.”                  

                                                                     François Villon (Epitafio)

Tras Monterey, vendría el mítico y masivo festival de Woodstock. Hasta el lugar, en el estado de Nueva York, se desplazaron los jóvenes de medio mundo, hermanándose los de París con los de San Francisco, los de México con los de Londres y así, sucesivamente, en un mar de manos unidas. Todo sucedió en el año 1.969; fue una inmensa locura, recibida de uñas por la sociedad imperante y mal tratada, a la vez que maltratada, por la prensa más rancia, que era la mayoría.

La importancia de Woodstock va más allá de lo meramente anecdótico ya que, entre otras cosas, sirvió para seguir dando cuerpo a un malestar, pleno de la más displicente de las disidencias, del que ya se había dado cuenta en mayo del 68, en París, así como allá por el 67 en el festival de Monterey.

En Woodstock vieron la luz grandes estrellas, alguna de ellas se dio a conocer al ritmo inagotable de los Beatles. Su canción “Con la ayuda de la amistad” sirvió de carta de presentación a un joven de aspecto y movimientos epilépticos que respondía por Joe Cocker. Sus contoneos convulsivos y su voz cascada y personal impresionaron en aquel multitudinario evento. Luego, ya se sabe lo que fue de él, incluso llegó a ganar un Oscar de Hollywood.

Con él actuaron Crosby, Stills y Nash, aún sin Young, así como unos jovencísimos Creedence -“Proud Mary”-. También Carlos Santana, desde su personal sonido de guitarra, fue capaz de transportar a toda aquella masa de juventud por los acordes de “Evil Ways” hasta el latino ritmo de “Oye como va”. Así mismo, cantó Arlo, el hijo de Woody Guthrie, el gran y combativo maestro del folk gringo. Por entonces, Arlo, ya había cautivado al público americano pero fue allí donde se convirtió en el hippie favorito de América. Aquel festival inolvidable lo clausuró, al ritmo de su particular visión del himno de los Estados Unidos, un Hendrix eléctrico y electrizado, con los acordes encendidos de su maravillosa y envolvente ladyland. Como resumen y colofón de aquella celebración y de aquel espíritu, sólo nos queda recordar la canción de Sly&The Family Stone, “Stand”; desde ella se apelaba a la conciencia universal de cada uno de los jóvenes asistentes.

“¡En pie! Llevas demasiado tiempo sentado.

Hay una continua doblez tanto en lo que posees de bueno como de malo.”

Después vino Altamont, donde nació la leyenda negra de los Rollings Stones, junto a la más que justificada de los Ángeles del Infierno, con su estética y su espíritu matón. En el festival, los Stones presentan su disco “Let it bleed”, título premonitorio, dada la sangre derramada durante el mismo. Con el apuñalamiento de un joven mientras sonaba “Simpathy for the devil” y la brutal presencia en el servicio de seguridad de los feroces Ángeles del Infierno comienza toda la leyenda de la violencia asociada al rock. Tras Altamont, ya nada nunca volvió a ser igual.

He visto arrastrarse por el fango a las mejores mentes de mi generación. Algo así se escribió para los beatnik y algo así se puede escribir para aquella generación de Monterey y Woodstock, que al ritmo de Janis Joplin y los Jefferson Airplane soñaban con un mundo radicalmente mejor. Los setenta mataron aquel espíritu desinteresado, asimilándolo al interés de su causa. Y a los que se quedaron al margen, el sistema los abandonó y pisoteó, pateándolos como cantos rodados, y así fueron dando trompicones, sin voluntad, de ciudad en ciudad, calentándose sobre las rejillas de los metros con la escudilla de la miseria sobre el asfalto, sin más destino que el de ser peones sin rumbo a la búsqueda de una lata de sopa Campbell que calentar en cualquier infiernillo. Hoy ya no queda ninguno de aquellos desheredados de la fortuna. El frío, los años y las drogas se encargaron de ellos.

“Brilla radiante el sol, la primavera

los campos pinta en la estación florida:

truéquese en risa mi dolor profundo…

que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?”

                                     José de Espronceda (Canto a Teresa).

Pero entonces todo era mucho más natural y rápido; aún no había lugar para las nostalgias disquisitivas. La vida era una huida desenfrenada hacia adelante y el sendero que se iba dejando atrás no era más que la tierra quemada sobre la que se seguía hacia un futuro que tampoco interesaba. Bastante tenían con inundarse de presente.

Enganchados al tren de la rebeldía, estos muchachos hacían jirones el pasado y lo hacían simplemente por eso, por ser pasado. Y, además, un pasado mísero y obsoleto. Cada día era como un regalo; había que vivirlo a tope, por si acaso, no fuera a ser que no hubiera otro.

“Imagina que cada día es el último que para ti alumbra:

Agradece el amanecer que ya no esperabas.”

                                                         Horacio (Epístolas I, 4,13)

Todos estos muchachos se movían al ritmo de sus inquietudes y de su música, estos jóvenes, más airados que nunca, no sólo miraban atrás con ira, sino que fueron capaces de llevar a la práctica lo que John Osborne y su grupo de escritores sólo ejercitaban intelectualmente. Llegaron a vivir en comunas, al margen de esta sociedad punitiva, practicaban una libertad, civil y sexual, que les ponía y colocaba y, como dijera un Wilhelm Reich reivindicado por la gauche divine europea, satisfacían “sus necesidades naturales naturalmente”. Además, se movían al primaveral ritmo -“Flower power”-, de una música electrizante y, para las muertas mentes, como sus oídos, de un establishment atolondrado, ensordecedora. “Somebody to love” de los floreados Jefferson Airplane pudiera ser el ejemplo que ilustrase ese sentir combativo, desprendido, alegre y lleno de libertad, donde la sexualidad se desparramaba a raudales como parte de una necesidad natural.

“Aquí el húmedo músculo del amor se aja y muere,

aquí estalla un beso en una cantera sin amor.

Oh, ved en  los muchachos los polos de la promesa.”

                          Dylan Thomas (Veo a los muchachos del verano)

Se les llamaba hippies y hacían honor a la etimología de la palabra. Hip se usaba en la jerga de los negros y significaba algo así como colocado; era el estado en que los dejaba la marihuana o el ácido. Se extendió, después, para estos nuevos profetas de la modernidad que aparecieron en los sesenta y, de alguna manera, la palabra los acabó poseyendo.

De cómo las drogas acabaron con aquel sueño de paz, amor y flores probablemente sepan mucho los servicios secretos, una inteligencia capaz de todo, hasta de introducir y suministrar drogas entre los jóvenes de medio mundo y, puestos a empezar, ¿porqué no empezar por aquellos primeros contestatarios -allí se inició todo- que se reunían en el soleado campus californiano de la Universidad de Berkeley?

“Me gustan las ideas de crear ruptura, de dar vuelta al orden establecido”.     Jim Morrison.

Mientras Huxley seguía elucubrando, desde la década de los treinta, pasado de ácido, sobre el feliz inmundo que se avecinaba en las páginas de un libro que era la mismísima encarnación de la antiutopía, aquellos jóvenes, que recién finalizaban el instituto, estaban a punto de hacer volar las conciencias relajadas de unos padres boquiabiertos que asistían atónitos a las maneras, tan distintas, con las que sus hijos pretendían cambiar un mundo -y caminar hacia la utopía de la hermandad- del cual no les satisfacía casi nada. Todo cambiaba para que nada permaneciera igual y no sólo, o quizás también, por contradecir a un noble siciliano como Lampedusa que hablaba, en la película de Visconti, a través de un sublime y venerado Burt Lancaster -sólo de viejo, pasado por el colador exquisito del Neorrealismo y de Malle, se hizo un actor inmenso-, con el irónico escepticismo del que está de vuelta y por encima, de todo.

“Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”

                        Giuseppe Tomasi di Lampedusa (El Gatopardo)

  En este cambio social la música iba a tener un papel de rebeldía fundamental y así, mientras el gran Elvis se adocenaba en paupérrimas películas comerciales, antes de convertirse en una caricatura gorda, sudorosa y hortera, un negro de sangre india, como Hendrix, ya afilaba sus cuerdas para demostrar al mundo cómo electrizar a una dama –“Electric Ladyland”- y, por desgracia, para demostrar al mundo cómo acabar muriendo un frío mes de noviembre, con apenas veintisiete años, a pesar, o por el pesar, de acumular tanta experiencia -“Are you experienced?”-. Eran tiempos en que se caminaba sin mirar hacia ningún lado a velocidad de vértigo, destrozando guitarras contra los altavoces de cualquier escenario, entre las notas distorsionadas de una peculiar versión del himno del país de las barras y las estrellas.

“Están locos por vivir, locos por hablar, locos por salvarse, locos por moverse, con ganas de todo al mismo tiempo, gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes…”     Jack Kerouac (En el camino).

Tanto es así que algunos acabaron estrellándose. Con los años, la mayoría de los que empezaron a participar en los primeros compases del movimiento, empezaron también a pagar una factura que los llevó al abandono, cuando no a la muerte. En San Francisco, el enrollado barrio de Haight-Ashbury se va plagando paulatinamente de gente que deambula buscando su dosis de droga dura, enganchados a sus enfermedades de transmisión sexual. Con ellos, perece la fantasía de poder conseguir la paz a través del amor; todas esas utopías se desvanecen por el desagüe de la realidad que los consume. Con aquellos ingenuos muchachos, con sus adicciones, entraron las mafias en busca de su dinero sin importarles las consecuencias letales que conllevaba aquel negocio tan lucrativo. La libertad, tras la que se habían estrellado en su vertiginoso caminar, acabó convirtiéndose en unas férreas cadenas mortuorias y las drogas en sus verdugos. Nunca más pudieron volver a soñar con ser verdaderamente libres. Fueron sólo cadáveres, cadáveres olvidados y perdidos en el tiempo.

“Allí está mi patria, donde mi libertad”.     Benjamín Franklin.

Las comunas, donde se canta a la paz y al amor libre en torno a una hoguera se expanden a lo largo y ancho del mundo y con ellas, también proliferan las drogas, ya inseparables compañeras de esta nueva forma de vivir. Podemos afirmar, sin riesgo de error, que había más hierba en ellas que en todo el estado de Michoacán. Pero no todo, y sólo, eran las comunas, ni eran ellas tampoco lo que mejor expresaba el nuevo aliento fresco que llegaba. Había algo más, había algo de fondo en todo ello capaz de impregnar el ambiente de libertad y de hacerlo, además, en todos sus términos y a todos los niveles, sexual, política y socialmente. Se mezclaba con unos ritmos que dieron lugar a una música contestataria y rebelde, al mejor rock, heredero de tantas corrientes, fundamentalmente afroamericanas, con un fuerte radicalismo político que se vio perfectamente reflejado, allá por el 68, en la comuna donde vivían los MC5, grupo enardecido e incendiario donde los haya, surgido en la ciudad de Detroit, al amparo del rugir de los motores de sus numerosas fábricas de automóvil. Sus canciones, inspiradas por un iconoclasta John Sinclair, eran como puñetazos contra una sociedad anticuada, obsoleta y pasada de moda. Desde sus letras predicaban el amor libre, la revolución y el rock. Eran tiempos donde todo se podía dirimir entre la alegría de un gran campo de flores.

“A batallas de amor campo de pluma.”     Góngora (Soledades)

Eran tiempos donde aún no existía el látex y los colchones todavía se rellenaban con delicadas plumas de ave. Recuerdo especialmente al batería del grupo, Dennis Thompson, un músico bestial, capaz de imprimir tal ritmo a sus actuaciones que irremediablemente arrastraba al resto de la banda. Algo así como lo que representó Keith Moon para unos Who que nacieron al calor de 1.964. Pero no fueron los MC5 los únicos en vivir de esta peculiar manera. Vivieron como ellos, entre otros, formaciones como los virtuosos Traffic y los sicodélicos Grateful Dead. También pululó por Detroit la comuna de los Stooges, el grupo de Iggy Pop, un hombre poseído por el espíritu de la iguana y, a su vez, el mayor contorsionista que se haya visto sobre un escenario.

En cualquier caso, socializar la existencia era una apuesta diferente, así como el reflejo reivindicativo en el que se volcaban unas formas de afrontar la vida completamente distintas, más en la línea autosuficiente de las primeras comunidades cristianas. Era sin duda, en el caso de los grupos de rock, una manera de estimular la creatividad de los componentes del mismo. La gente que se acercaba a visitarlos sólo tenía que entrar, sin necesidad de aporrear la puerta, sentarse y esperar a que le pasaran la pipa; entonces ya podía ser y sentirse como uno más. Desde luego, era una ingenua manera de ver y sentir la existencia.

Tras los sesenta ya nunca nada volvió a verse y a ser igual que antes pues, sin haber llegado a nada, consiguieron lo más difícil, impregnar a la sociedad de una gran sensibilidad por los temas sociales, contribuyendo decisivamente al cambio de actitud de sus componentes ante las guerras, la educación, la liberación de la mujer e incluso ante aquello más etéreo y disperso como pueda ser una disposición distinta ante la vida. Nunca antes y nunca después, como al inicio de esta década, se vivió con un espíritu tan sincero, tan cercano a la esencia bondadosa del ser humano. Pero a su vez tampoco nunca se vivió tan al borde del abismo. Aquel sueño pronto se frustraría. Sólo tenían que esperar a ver y saber en lo que se podía convertir un yonqui.

“Pasé una noche a ti pegado como a un árbol de vida

porque eras suave como el peligro,

como el peligro de vivir de nuevo.”

                                 Leopoldo María Panero (Last River together)

Desconocían el laberinto de dolor y desesperación por el que habrían de caminar y tampoco sabían de la desidia y falta de voluntad a la que se verían abocados. Como verdaderos peleles, babeando por un pico, buscarían a sus camellos sin más horizonte que el rechinar de sus dientes en una boca cada día más despoblada. Estaban tan poseídos por las drogas y por la intelectualidad malentendida de Burroughs, que no fueron capaces de calibrar el desastre al que les iba a conducir única y exclusivamente, y es muy triste decirlo, su buena voluntad. Las drogas los arrastraron al abandono, a no sentirse dueños de sus destinos. Y no hay nada tan imprescindible, ni tan necesario, para el ser humano como no renunciar a su esencia, como no depender de nada ni de nadie.

“La cosa más importante del mundo es pertenecerse”.

                                                                                     Montaigne

La vida nos inunda de paradojas y mientras las enseñanzas de Gandhi penetran entre las nuevas generaciones de unos jóvenes que se divierten bailando descoordinadamente, tal y como les surge del alma, el siempre todopoderoso Congreso de los Estados Unidos de América se prepara para hacer bailar, al son de los bombardeos sobre Vietnam, a toda la población, civil o no, de aquel lejano país. Bien es verdad que la orden surge para represaliar al enemigo tras el ataque al destructor Maddox, pero las consecuencias de la decisión van a ser nauseabundas, así como uno de los ejes de todo el movimiento juvenil de la época que culminará, extinguiéndose por asimilación del propio sistema -aquello contra lo que tanto se luchó-, con el mayo del 68 en París.

Las protestas contra la guerra, primeramente las encabezarán casi espontáneamente un grupo de chalados melenudos, mal vestidos, amantes de las flores y las primaveras, que celebran sus días cantando al amor -al amor hacia todo en su afán panteísta- y ahora también a la paz. Pronto, a medida que se vayan conociendo las barbaridades del Napalm y las masacres de civiles junto, por si fuera poco, al masivo uso de productos defoliantes, destructores de la vegetación, los cultivos y el ecosistema, la indignación en el mundo será masiva, calando así mismo en su propio país, un lugar en el que se está acostumbrado a ganar siempre y en cualquier circunstancia y que no podrá resignarse, ni asistir impasible, a la derrota moral de su propia sociedad mientras presencia, con inmenso sufrimiento, la llegada de una enorme procesión inacabable de cadáveres de jóvenes compatriotas.

No podemos olvidar que aquella lucha por la paz empezó con este grupo de hombres, un poco bendecidos por la locura de los más cuerdos, a los que llamaron hippies. Representaban justamente lo contrario a lo que simbolizaban los valores tradicionales del espíritu de su propio país, traicionando por los cuatro costados el tan traído y llevado “sueño americano”. Su rechazo a la guerra irá inundando las calles de protestas pacíficas -como no podía ser menos-, pero eficaces, a las que se irán uniendo cada vez más voces y todo ello culminará, en una explosión colorista, con la masiva marcha del “verano del amor”, durante la cual sus participantes se convierten en auténticos “guerrilleros de la paz”.

A esta catarsis colectiva de paz y amor se sumarán las siluetas de personajes famosos, tales como la del gran campeón de los pesos pesados, el en otra hora llamado “loco de Louisville”, y ahora conocido por su nombre musulmán, Muhammad Alí. Su negativa a ir como soldado a la guerra le costará un calvario, comenzando por ser considerado un desertor y continuando por un ostracismo público y deportivo que se prolongará durante años. Regresará a los cuadriláteros, en los setenta, para darnos grandes veladas frente a otros dos grandes campeones, Joe Frazier y George Foreman.

Todo terminará con más pena que gloria, sin triunfos aparentes, sin descabalgar del poder a nadie; sólo algunos restos y rostros envejecidos del naufragio dan fe de aquellos años, pero su impronta, el espíritu de aquellos jóvenes, impregnará el futuro de las sociedades que surgirán tras la guerra del Vietnam, tras el mayo del 68, tras aquella marea que se inició en torno al rock y a este movimiento contracultural que empezó en el campus de la Universidad californiana de Berkeley.

A finales de los sesenta germinarán grupos que eclosionarán con potencia y decibelios bárbaros en los setenta. Irrumpirán en el panorama musical con una fuerza inusitada, con melodías brutales que girarán en torno a guitarras poderosas y con bajos y baterías potentes y avasalladoras. Ese tipo de música se conocerá y adquirirá el nombre de un personaje de una novela de Burroughs, heavy metal, y la liderarán grupos como Led Zeppelin, capaces de hacer, como casi todos los grupos de rock duro, las mejores baladas de la época –Stairway to heaven-, por obra y gracia de formar parte de sus bandas cantantes con voces privilegiadas, dotadas de unos agudos que serán otra de las características inherentes al heavy metal. Estas formaciones alcanzarán su máximo esplendor en los primeros setenta y no sólo aportarán una música estrepitosa y poderosa sino que darán lugar a un aspecto y a una forma de vivir característica y peculiar, en la que las largas melenas y el cuero negro crearán una estética propia que los identificará como una de las tribus más llamativas asociadas al rock. Sólo unos años después el punk dará una vuelta impensable de tuerca a esta moda, introduciendo en ella pantalones perfectamente ajustados a sus cuerpos perforados y demacrados, así como cabellos peinados y teñidos de manera tremendamente excéntrica.

El heavy fue la evolución natural y la salida del rock psicodélico y sinfónico, tal y como le ocurrió al grupo Iron Butterfly, quizá los primeros americanos herederos del espíritu de San Francisco en pasarse al heavy metal. Pero serán los geniales Jimmy Page y Robert Plant, líderes de los Zeppelin, los verdaderos reyes de esta atronadora música. Contemporáneos a ellos, aparecerán grandes grupos, como los Deep Purple, verdaderos héroes del “hard” más arrollador –Women from Tokio– y del riff más famoso de la historia –Smoke on the water– o los Black Sabbath del excéntrico Ozzy Osbourne –Paranoid-.

Pero la música en aquella década ya era un gran negocio que dirigían las grandes multinacionales del sector, abandonando definitivamente el halo romántico que la había acompañado durante los sesenta. Y con ella y con ese primer espíritu que tuvo el rock, también quedó atrás en el desgastado azogue del espejo todo lo que había surgido a su alrededor, como aquellas comunas autosuficientes, donde reinaba un colectivismo preciso, donde sólo se producía lo estrictamente necesario para subsistir. Comunidades que sólo salían adelante por un feliz, desinhibido y despreocupado dejarse ir –laissez faire-. De igual manera, atrás quedaron, junto a la sacerdotisa María Sabina, los hongos alucinógenos, inyectadores de longevidad, a ritmo de Monterey, la hierba mejicana, el ácido y los cadáveres de algunos ídolos, velados en el neoyorkino Chelsea Hotel.

Tras los primeros tiempos, tras el estallido hippie, tras el flower power, el mundo del rock se transformó en una gran industria, en un gran negocio capaz de mover grandes masas de personas y de dinero. Siguieron apareciendo buenos grupos, se siguió haciendo buena música pero, salvo la frescura suicida del movimiento punk -Patti Smith, Ramones, Pistols, Clash…-, que quiso poner en cuestión toda la sofisticación que había invadido el sistema, combatiéndolo bajo el lema “hazlo tu mismo”, no hubo ninguna inquietud seria que arrastrase de nuevo a la gente como en los sesenta.

Patti Smith, sin duda la reina de ese movimiento trasgresor, intentó mantener un mensaje lírico a través de las cuerdas duras de una guitarra. Con un sonido sucio y primitivo, que pretendía llevar el rock a sus raíces, Patti devolvió a la música la pasión y el desenfreno de un Rimbaud moderno, recién inmerso en el infierno, en su infierno personal. Con esas premisas y con su “Her heroes got wings” inaugura toda la escenografía que desembocó en el punk.

“Yo era un poco fantasiosa. Cuando era una cría me ataba trapos a la cabeza. Temía que por la noche se me escapase volando el alma. Que mi aliento vital se parase. Así que dejé las drogas y me lancé a una danza frenética total.”       Patti Smith.                                                                                                          

Luego vendrían un par de discos y su “Because the night”, escrito a medias, a través del teléfono, con un Bruce Springsteen que aún no era lo que llegó a ser.

Salvo estos destellos de independencia brutal, en los setenta un aire distinto inundó el ambiente del rock; todo cambió para ser un enorme y gran negocio que hacía creer y pensar a sus consumidores que aquello por lo que vivían y a lo que se entregaban en cuerpo y alma era un fenómeno marginal, cuando la realidad era que estaban manipulados y absorbidos absolutamente por el sistema que creían combatir. El sistema los asimilaba de una manera tan sutil que ni tan siquiera reparaban en ello.

En ese mundo de asimilación, por parte del establishment, en que se habían convertido el universo del rock, todo lo que hasta entonces había sido marginal y pobre comercio se convirtió en mercadería poderosa. Más allá de los millones generados por las drogas, florecieron al olor del negocio que generaban estas tendencias todo tipo de señuelos que se podían adquirir previo pago. Podían verse cientos de imágenes y anagramas progres asociados al rock, estampados en cualquier parte y en consecuencia podía verse desde una hoja de marihuana dibujada en una camiseta hasta las más variadas enseñas rockeras pintadas en todo tipo de trapos, cueros, anillos y cualquier objeto imaginable. Y de esta agresiva manera la industria, apoyándose en un marketing salvaje y descarado, inundó el mercado con la imagen del Che, con la de Mao, con la de Mick Jagger y con cualquier símbolo -desde el anarquista hasta el de la paz- capaz de traducirse en dinero. Todo por la causa que imponía el mercado.

El negocio de la progresía y sus aledaños convirtieron a estos líderes y a estos símbolos anticapitalistas en los mejores recaudadores de toda la historia moderna. Bien es verdad que todas estas paradojas ya no extrañan a casi nadie.

“En la construcción de la vida, lo que interesa no es el logro material de lo que se persigue, sino el actuar como se debe”.

                               Lucio Anneo Séneca (Cartas a Lucilio, LXXXV)

Los chavales que se identificaban desde su ingenuidad con estas tendencias, se convertían con toda su buena voluntad en abanderados de las causas que les imponían. Y así hasta hoy en día, en que los jóvenes son, de hecho, el sector social más estudiado y al que va destinado la mayor parte de los mensajes de la industria propagandística por parte de los mejores publicistas del mercado; en este caso, de un mercado, tan solo aparentemente, marginal, capaz de mover cifras escalofriantes.

“No hay mejor bandera que la que arde”.

 Juan Francisco Quevedo (Iconoclastia radical, inspirada por Jean Genet)

En ese universo de mánagers, publicistas, esteticistas, estilistas, técnicos en imagen, etc, en que se vio envuelto el mundo del rock y del pop pareciera que sólo John Lennon tuviera la suficiente independencia como para pasarse una semana en la cama, a favor de la paz, sin que nada de esto le preocupase lo más mínimo.

“Todos hablan de

mochilas, greñas, rollos, locos,

harapos y marcas.

De esto y aquello,

modas, modas y más modas.

Todos hablamos

de darle una oportunidad a la paz.”

                             John Lennon (Dále una oportunidad a la paz)    

A pesar de todos los pesares, en los setenta surgirán grandes cantantes y grandes grupos -Queen, Dire Straits, Bruce Springsteen…- pero ya nada volverá a ser como en aquella década en que se sintió que el mundo se podía cambiar simplemente con buena voluntad, mucho amor y toda la paz interior que fluía a través de las mentes de aquella generación perdida, aunque no olvidada. Los movimientos espontáneos que utilizando la música como estandarte arrastraron a la juventud del planeta han desaparecido, o están a punto de hacerlo y, con ellos, no sólo desaparecieron Hendrix, Morrison, Brian Jones, Keith Moon, Joplin, Syd Barrett y tantos otros sin nombre a quienes mató, o anuló -casi es peor-, la dura experiencia de vivir desenfrenadamente, sino que se llevaron por delante la emoción y el sentir de toda una generación de idealistas rebeldes sentimentales que, por un momento, creyeron en la utopía de un mundo mejor así como en una armonía vital que les condujese directamente a la felicidad.

“Todo mi ser se encuentra en una armonía perfecta…

Espero todo el futuro.”      Schiller

En torno a este mundo de la música, y más concretamente del rock, surgirá una nueva estética, zarrapastrosa y desaliñada, muy alejada de la estética estudiada y de marca, también desaliñada, aunque no zarrapastrosa, de hoy en día. Era una anti moda liberadora y llena de autenticidad, sin anagramas en la solapa, que daba la espalda a todo lo que olía a nuevo y recién empaquetado. Sólo se buscaba una comodidad que, en sus formas y colores, fuera capaz de conjuntarse con la luz virginal de la primavera. Flores, amor y una paz ruidosa acompañaban incluso aquella manera de ir y vestir por el mundo. La sociedad consumista los miraba con recelo, mientras los acechaba y estudiaba como futuras víctimas.

“Sabíamos como cambiar el mundo, pero quienes lo controlan también lo sabían; asimilaron lo menos peligroso para su cultura consumista y reprimieron lo más liberador de la nuestra… Se apropiaron de las celebraciones de masas que habíamos creado, las pervirtieron, las deshumanizaron…”           John Sinclair

Pronto la sociedad opulenta del consumismo más desenfrenado asimiló todo aquel desfase, incongruente y libre, y lo convirtió, cómo no, en un gran mercado alternativo y millonario, en el que juegan con la ingenuidad y el altruismo filantrópico de unos jóvenes que se adhieren a la causa del consumo, a través de un engaño sigiloso pero implacable, mientras les hacen creer que van en su contra. Luego, más tarde, vendría el descaro, con una avalancha comercial inusitada, una publicidad desenfrenada y un mercado despiadado imponiendo sus reglas logotipadas, su ropa deportiva y sus anagramas, donde conviven, en una igualdad aparentemente desigual, el signo de la paz con un lagarto imposible sin el menor de los sonrojos. Parece que todo está bien, parece que todo vale, incluso moral y éticamente. Pero este desaguisado al que hemos llegado, en el que todo y todos parecen iguales a todo y a todos, vino bastante después. Sólo es una falacia, una pura apariencia, la fachada que pervive única y exclusivamente en el escaparate de la vida, en el escaparate de una falsa sociedad que aparenta que no existen grandes diferencias sociales, en la que hacen creer a los más desfavorecidos que se pueden igualar, a través de la uniformidad, con aquellos que no necesitan nada. Pero lo verdaderamente cierto es que no vale lo mismo el “aparentemente” mismo pantalón, comprado en un popular centro comercial que en una prestigiosa tienda de firma. Al final, el pez grande sigue comiéndose al chico, tal y como lo viera el gran Alejandro en su imaginado viaje al fondo del mar, donde confirma lo que ya el viejo Pericles predicara en la vieja Atenas.

“… notó como los grandes comían los menores,

los chicos a los grandes tenían por señores;

los fuertes maltrataban a todos los menores.”

                                                        Libro de Alexandre

No obstante, y a pesar de todo, de todo el gran negocio en que se acabó convirtiendo toda aquella música y todas aquellas ideas de ruptura, frescas e innovadoras, el influjo de aquellos que nos precedieron llegará hasta nuestros días a través del mensaje que transmitieron, un amor por la paz y la naturaleza inconmensurable, una actitud ante la libertad de la mujer nunca antes conocida y un cambio en las relaciones sociales donde el diálogo y la tolerancia se imponen sobre el viejo “ordeno y mando” que había imperado desde el principio de los siglos. Por otro lado, se produjo un cambio extraordinario en la manera de relacionarse el poder y los gobiernos con sus ciudadanos, volviéndose más transparentes y dando una gran importancia a las libertades individuales. Por no hablar de cómo cambiaron las relaciones personales en todos los ámbitos. Las relaciones paterno-filiales se hicieron más cercanas, abandonando aquel autoritarismo a ultranza que nos llegaba a través de la escuela, la universidad y cualquier esfera de poder, por muy cotidiana que fuera. Se produjo una gran paradoja: aunque nada cambió de inmediato, después de aquellos años nada volvió a ser igual.

Por tanto, aquel influjo de aquellos primeros idealistas ha calado en las sociedades futuras hasta tal punto que hoy en día seríamos incapaces de reconocernos en ellas. Aquel sacrificio no fue en balde.

Juan Francisco Quevedo

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CARA Y CRUZ DEL CONDE DE VILLAMEDIANA-JUAN FRANCISCO QUEVEDO

CARA Y CRUZ DEL CONDE DE VILLAMEDIANA

JUAN FRANCISCO QUEVEDO

Villamediana,

cumbre de vanidades
ensangrentada,

¿Son acaso
las pisadas perdidas
tumba de olvido?

Ante tus versos
finales me interrogo
y te pregunto:

¿Es el sepulcro
del silencio un camino
hacia el vacío?

Fue don Juan de Tassis y Peralta, segundo conde de Villamediana y Correo Mayor del Reino, una figura legendaria. Fue un hombre entregado a los placeres y a los juegos peligrosos pero, por encima de todo y ante todo, fue un poeta. Un poeta al que su fama mundana le precedió tanto que se prolongó durante siglos, consiguiendo ocultar su inmensa valía literaria tras un telón de pendencias, agravios y anécdotas.

Así da comienzo esta interesante y apasionante biografía sobre uno de los personajes más enigmáticos del siglo XVII

Pertenece el conde de Villamediana a esa generación de los ochenta del siglo XVI, compartida con Quevedo y Tirso de Molina, que nace durante el reinado de Felipe II, en las postrimerías del Renacimiento, y que crecerá y morirá durante los reinados de Felipe III y Felipe IV, en los años en los que el Barroco se asienta, vinculado a una realidad social, como corriente literaria. El conde y su poesía serán deudores de ambas tendencias.

El deterioro del Imperio español irá acompañado de la degeneración familiar de los reyes españoles que, a su vez, se reflejará en ese cambio de época hacia el Barroco. Se dejará de lado la sensibilidad platónica del Renacimiento, con su mirada complacida del mundo para enfrentarse a una realidad bien distinta, a los problemas angustiosos en los que el hombre del siglo XVII se verá imbuido.

La tozuda realidad se insertará de tal manera en la conciencia nacional que cambiará por completo la concepción de la vida, reflejándose profusamente en nuestra literatura de la mano de los escritores que forman parte de la llamada Edad de Oro de las letras hispánicas, con Cervantes, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Góngora, Calderón y, cómo no, del conde de Villamediana. El Barroco, desde luego, es mucho más que un retorcimiento, que una simple distorsión de los patrones renacentistas ya que tras la exageración formal laten las motivaciones ligadas al desencanto de toda una época. Por tanto las formas barrocas son consecuencia de la complejidad vital que asumen los artistas, los poetas, frente al mundo que les rodea.

El conde de Villamediana fue todo un personaje en vida, era buen caballista, presuntuoso, excelente espadachín, mujeriego, desafiante y provocador. Estas características no le hacían pasar precisamente desapercibido, lo que pudo llevar a Tirso de Molina a fijarse en este coetáneo para que le sirviera de modelo a la hora de idear el personaje de don Juan Tenorio. A ello cabría añadir su misteriosa muerte, un enigma que en esta biografía se acaba desvelando apoyándose en hechos rigurosamente fidedignos.

La obra atribuida a Tirso, además, tiene un cúmulo de similitudes entre los personajes que la conforman y algunas personas que acompañaron al conde de Villamediana a lo largo de su vida. Es el caso de la reina Isabel de Borbón, del conde-duque de Olivares o del propio Felipe IV, personajes que pudieran asimilarse, como otros de los que aparecen, a aquellos que, en la ficción teatral, Tirso lleva sus páginas. Juan de Tassis se ejemplifica en el personaje de don Juan Tenorio.

Su misteriosa muerte llevó a escribir, probablemente a su amigo Góngora, aquellos famosos versos que comienzan así: Mentidero de Madrid/decidnos ¿quién mató al conde?

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JOHN F. KENNEDY-Juan Francisco Quevedo

JOHN F. KENNEDY

Nunca se conformó el bostoniano Joe Kennedy, padre de J.F.K., con ser uno más en los Estados Unidos de América. Ni él ni su mujer Rose. Lejos quedaban los tiempos en los que sus abuelos tuvieron que emigrar de Irlanda para evitar y sortear la hambruna que se cernía sobre aquellas tierras, muy lejos quedaba ya aquel año de 1849 en el que sus antepasados arribaron a las costas americanas en busca de algo tan elemental como subsistir. Poco supo Joe Kennedy de aquellos sinsabores, más allá de las historias familiares que él ya escuchaba como algo remoto, como una reliquia sumergida en la neblina del pasado. Su padre, Patrick J., era un empresario que saboreaba las mieles del éxito comerciando con licores y flirteando con el Partido Demócrata local; se había encargado, con un poco de suerte y mucho trabajo, de forjar en sus destinos el sueño americano.

El joven Joe Kennedy, futuro padre del primer presidente de origen irlandés de los Estados Unidos, recibió una inmejorable educación en Harvard, donde además se percataría de la eficacia punitiva del mejor y más genuino puritanismo sajón; allí, en aquella elitista institución educativa sufriría el primer y probablemente único revés que le dispensaría la joven sociedad americana. Eso sería algo que jamás perdonaría ni olvidaría; fue rechazado por un miembro de una fraternidad del campus por su origen, por el de aquellos abuelos irlandeses que llegaron a buscar nuevas oportunidades. Nunca se sintió más orgulloso ni más decidido a reivindicar sus orígenes, tanto religiosos como culturales.

Quizás esta contrariedad fuera el germen, la semilla que determinó su empeño en influir políticamente en el destino de su país, quizás fuera lo que le llevó a esforzarse con ahínco en un proyecto inverosímil, hacer que uno de sus hijos, católico y con ascendencia irlandesa, llegara a la presidencia del gobierno más poderoso del orbe. Y por qué no, se diría; al fin y al cabo él bien sabía lo que su familia había conseguido en apenas dos generaciones. Todo era posible en América.

El camino sin duda era largo y la tarea laboriosa. Para ello contaba con su fiel Rose, con la que se había casado en 1914, cuando era la hija mayor del alcalde de Boston, John F. Fitzgerald.

El primogénito de la pareja, Joseph Patrick Jr. era el elegido para tan ardua empresa, era el joven al que preparó con esmero para que pudiese ser todo lo que él jamás pudo aspirar a ser. Los tiempos eran otros y el viejo Kennedy creía ver con claridad que había llegado el momento de que un descendiente de irlandeses católico ocupase la Casa Blanca.

No sería así; al menos no con su primogénito, que moriría en una misión especial durante la Segunda Guerra Mundial. Fue considerado un héroe nacional. Un héroe para su país y una tragedia absoluta para su familia, una familia que sufriría lo que comenzaba a llamarse la maldición de los Kennedy; algo que había comenzado no con la muerte del primogénito sino con el internamiento en un siquiátrico, por culpa de una lobotomía, de Rose Marie, una de las hijas del matrimonio. Allí permanecería durante más de sesenta años, desde 1941 hasta su muerte en 2005. La lista de desgracias acaecidas en la familia sería interminable pero sin duda culminaría con el asesinato, tanto de John, cuando era presidente de la nación, como de su hermano Robert poco después. Nadie duda ya del sino inequívoco de una familia abocada a la tragedia.

Pero vayamos con John, aquel joven que se vio obligado a recoger el legado que se había encomendado a su hermano muerto. Era el segundo de los nueve hijos que tuvo el matrimonio. Este joven que había nacido en 1917 se graduó en Choate en 1935  y en el anuario de fin de curso pusieron, como algo premonitorio, “El que tiene más probabilidades de llegar a presidente”. Posteriormente, fue a la Universidad de Harvard, donde se graduó cum laude con una tesis que llevaba por título, “Por qué Inglaterra se durmió”. Reflexionaba sobre el papel de Inglaterra en los Acuerdos de Múnich de 1938. Tras publicarla se convirtió en su primer gran éxito. Durante la Segunda Guerra Mundial, se alistó en la Marina americana, siendo condecorado en diversas ocasiones y regresando a su país como un héroe nacional, como lo fuera su hermano mayor, sólo que vivo.

Con la muerte de su hermano y el final de la guerra, tanto él como su familia se centraron en su carrera política para catapultarle a la presidencia. Lo tenía todo, fama, presencia y dinero. Sólo le frenaba su religión y su origen. Tuvo la suerte de pertenecer a una época en la que la imagen comenzaba a marcar los destinos de la sociedad de consumo; lo era todo y también en política. Primeramente fue elegido congresista y posteriormente, en 1952, senador. Su horizonte político parecía no conocer límites terrenales.

La carrera presidencial, en plena guerra fría, no tardó en llegar para él al imponerse en las primarias como candidato por el Partido Demócrata. El mundo parecía estallar y mientras que Kennedy competía con el republicano Nixon por la presidencia, Rusia y Estados Unidos estaban en otras carreras, la armamentística y la de las estrellas.

Fue el níveo país de la hoz y el martillo el que pegó un fuerte aldabonazo en el cedazo lunar y en los morros de una América confiada a su buena estrella, al conseguir alunizar en su gruyerizada superficie el primer cohete. La carrera espacial no había hecho más que comenzar. Los líderes de los dos bloques en que se hallaba dividido el mundo, tras la segunda guerra mundial, se amenazaban continuamente con misiles nucleares y se entretenían lanzando Sputniks y Apolos al espacio. Era evidente que para estos dos colosos la tierra se había convertido en una pequeña bañera, incapaz de albergar los egos megalómanos de estos visionarios. La conquista de las estrellas parecía una empresa a la altura de unas miras sumamente, nunca mejor dicho, elevadas. La chatarra espacial no había hecho más que comenzar a girar sobre nuestras indefensas cabezas de turco.

La competición ruso-americana por la conquista del espacio –“Aquellos chalados en sus locos cacharros”- me trae a la memoria la historia de la carrera del siempre veloz Aquiles, aquel al que llamaron “el de los pies ligeros”, y de la lenta tortuga. En ella, Aquiles siempre recorrería la mitad de lo andado por la tortuga, una y otra vez, de tal manera que siempre le resultaría imposible alcanzar a la tortuga.

Desde luego, ninguno sería capaz de conquistar el inmenso espacio en el que no somos más que una pequeña mota de polvo; toda esa parafernalia de NASAS y lanzaderas responde a una inmensa mentira que se desparrama entre la inmensidad de un Universo que nos mueve a su capricho. Pero, en fin, algunos quieren jugar a ser Dios y, entre fanfarronadas espaciales, se presentan ante el mundo tal y como Ulises se presentó, en el texto de Homero, a los faecios.

“Soy Ulises, el hijo de Laertes, conocido entre los hombres por los muchos ardides; mi fama ha llegado al cielo.”

A pesar de sus pretensiones lo cierto es que todos ellos reposan en la tierra, muy lejos de ese cielo al que intentaban ascender.

En esas estábamos cuando el gran encanto de los Kennedy, de John, ese play-boy liberal metido a político, asomaba a escena por entre las bambalinas del Partido Demócrata. Estaban a punto de lanzar al corazón de América el discurso de “La Nueva Frontera”, el discurso con el que conquistaría la voluntad del llamado mundo libre.

“Nos hallamos hoy al borde de una nueva frontera, la frontera de los años 60, una frontera de posibilidades desconocidas y de peligros desconocidos (…) La Nueva Frontera está ante nosotros, lo queramos o no…”

Toda esta aparente lucidez, aliñada de grandilocuencia edulcorada, sólo era la avanzadilla de lo que los tiempos de la imagen y el marketing estaban a punto de hacernos llegar y de hacernos tragar. Una nueva época, en la manera de abordar y asaltar, dulcemente, los hogares, en la forma de penetrar en las mentes y en las conciencias de la gente, acababa de irrumpir y se aprestaba a invadir nuestras vidas con la fuerza devastadora de un ciclón. Era, también, la otra cara del llamado por Juan XXIII “signo de los tiempos”, con toda su carga de manipulación. Su maraña se teje sin descanso, extendiéndose hasta nuestros días.

“Cuando la televisión informa sobre algún hecho marginal, en ese momento deja de serlo.” Carl Bernstein

Tal es el poder de mitificación de lo que nos quieren hacer ver como correcto que aún hoy, después de haber transcurrido más de cincuenta años, perdura aquella imagen adorable del presidente J.F.K. Nos dicen, llevó al mundo y, en especial a su país, a liderar un gran cambio social. Pero la realidad es que sólo cambió el envoltorio; todos eran más guapos, más telegénicos y sólo decían aquello que los ciudadanos querían oír. Pero la desnuda verdad es que la situación en el mundo no hizo más que empeorar, aunque justo es reconocer los avances en la lucha por los derechos civiles de las minorías y, en especial, de la minoría negra, oprimida medieval y salvajemente en los contradictorios Estados Unidos de América.

El bueno de John ganó las presidenciales, aunque fuera por los pelos, a un Nixon que cuando le tocó no demostró ser mucho mejor, más bien demostró ser un desastre. De hecho, dicen que cuando dimitió, al abandonar la Casa Blanca, le registraron por si escondía algo entre sus calzoncillos. Lo cierto es que olían a la misma podredumbre que durante años se fue depositando en las alcantarillas del poder. También dicen, y aseguran y dan por cierto, que J.F.K. ganó a costa de facilitar no pocas botellas de licor a multitud de votantes en determinado Estado de la Unión, tal vez Iowa. Para que luego digan que los irlandeses católicos son incapaces de hacer trampas, incluso cuando están borrachos como cubas. De lo que si hay notarios que den fe es de cómo, al poco de llegar, preparó, o se encontró con ella -articulada por la C.I.A.-, la invasión de Cuba y, como consecuencia, se desarrolló la “crisis de los misiles”. Por ella, por su culpa, por su grandísima culpa, estuvo a punto de llevar a este infeliz mundo a una guerra nuclear. Tal vez nunca estuvimos, en la historia, tan cerca de la autodestrucción como entonces.

Bien, pues a pesar de todo ello, hoy sólo recordamos de él, esencialmente, tres cosas. Primeramente, lo guapo que era, después, las fotos de John-Jhon, una jugando en el despacho oval, bajo su mesa, y otra, en posición de firmes -con unos minúsculos pantalones cortos-, despidiéndose militarmente, al paso del féretro de su padre. Por último, al menos los de mi generación, tenemos grabado el happy birthday -mil veces repetido y mil veces visto sin ningún tipo de hastío- que le dedicó Marilyn, en el día de su cumpleaños ante los envidiosos ojos de todo un auditorio, envuelta como una diosa en un ceñido traje que nos insinuaba su hermoso cuerpo. Los dos acabaron despedazados; él por una bala lanzada por Lee Harvey Oswald, en Dallas, y disparada aún no se sabe por quiénes y ella, la pobrecita Norma Jean, la niña de pueblo que se volvió rutilante estrella a los ojos de todos menos a los de ella misma, en su afán iconoclasta y caníbal, por unan pastillas de barbitúricos suministradas aún no se sabe por quiénes. Un crimen por esclarecer, el de John Kennedy, y una sobredosis, tal vez un asesinato, por aclarar, el de Norma Jean, más conocida como Marilyn Monroe.

“(a) thing of beauty is a joy for ever” (“Un bello objeto es un placer eterno”) Keats (Endimión).

Eran los tiempos en los que nos advertían, desde Estados Unidos, de los peligros de esta sociedad opulenta en la que nos inmolábamos. Tras ella, tras su esplendor aparente, una nueva pobreza emergía atravesando toda una generación desmoralizada y sin medios para salir adelante. Empezaba a estar claro que esta nueva sociedad de la opulencia no iba a mostrarse solidaria con los pobres que ella misma generaba y menos en una América entregada al mercantilismo más incontrolado. Las ortodoxas leyes del capital dejaban de lado a todos aquellos seres, para ella despreciables, incapaces, desde su indigencia, de convertirse en potenciales o reales consumidores. Del humanismo liberal, esencia nuclear de los ideales que pusiera en marcha la revolución francesa, se había pasado a un liberalismo económico feroz, tan brutal que ignoraba del todo el humanismo renacentista del siglo XIX. Estos desdichados, cada vez más numerosos, no eran más que el residuo inevitable que esta sociedad generaba. Ante ella, se volvían invisibles. Simplemente era más cómodo para sus intereses borrarles del mapa y, si acaso, verles, ante su enriquecida mirada, como un mal menor.

“…la pobreza subsiste aún. Es, en parte, una cuestión física; quienes la padecen están tan limitada e insuficientemente alimentados, tan pobremente vestidos, viven en unos cuchitriles hacinados, fríos y sucios que la vida es amarga y relativamente breve…

Hacemos caso omiso de ella porque compartimos con las sociedades de todos los tiempos la capacidad de no ver aquello que no deseamos ver”.  John Kenneth Galbraith (La sociedad opulenta)

John F. Kennedy, a pesar de cualquier pesar, cuando leyó este libro quedó impresionado. Al iniciar su mandato se puso manos a la obra y elaboró un plan de medidas concretas para actuar contra la pobreza. Una bala truncó aquello que tal vez hubiera podido llegar a ser un día. Nunca se sabe, pero conviene dudarlo. Y más cuando nos hemos vacunado con grandes dosis de escepticismo, como método preventivo inteligente ante casi todo.

“La independencia del espíritu se obtiene por medio del escepticismo.”  Montaigne (Ensayos).

Nixon había caído, como el U2 de reconocimiento aliado, abatido por la U.R.S.S., ante el vendaval de los Kennedy, ante el ímpetu televisivo, y quizá la trampa, de un embaucador de inmaculada sonrisa, de un, en un futuro no muy lejano, ciudadano berlinés, como John Fitzgerald Kennedy. Los mass-media, con sus nuevas y agresivas técnicas de mercado, irrumpían en nuestras vidas para transformar todo, para intentar, y conseguir, manipular hasta nuestra manera de pensar pero, sobre todo, de comprar -tanto tienes, tanto vales-. J.F.K., con un discurso sensiblero, meditado y diseñado para conmover, desde su aparente naturalidad, impactaba, frente al muro de Berlín, a un mundo que escuchaba gustoso aquello que ya sabían estaba deseando oír.

“Hace dos mil años la frase que más enorgullecía a quien la pronunciaba era soy ciudadano romano-Civis Romanus sum-. Hoy, en el mundo libre, ha pasado a ser soy un ciudadano berlinés”. John F. Kennedy.

Ya asoma por el horizonte demócrata la famosa Nueva Frontera; a sus cuarenta y tres años John F. Kennedy, este hijo de emigrantes irlandeses, guapo, católico, joven, héroe de guerra y millonario, brillaba como una nueva estrella en el firmamento de América. De su estirpe surgirá la primera familia real de Estados Unidos. Aún hoy, muerto, como Bobby, como Rose, como John-John, como…, sigue siendo, la familia de los Kennedy, lo que más se parece a una familia real al uso.

En 1961, John F. Kennedy toma posesión como presidente electo de los Estados Unidos y, con él, se inicia un nuevo estilo de hacer política, aunque en muchos aspectos este nuevo estilo sólo afectará a las formas. Unas formas con las que este pícaro, joven rebosante de “charm” y con una sonrisa impecablemente reluciente, embaucará a los jóvenes divinos del mundo. Su halo de triunfador todavía perdura, sobremanera en viejos progresistas acomodados. Su persuasivo discurso, durante la toma de posesión, ha entrado a formar parte de la historia, de una historia que, como dijera Cicerón, y me repitiera el padre Eliseo hasta la saciedad “… es testigo de las edades, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida y heraldo de la antigüedad.”

“Y así, compatriotas míos, no preguntéis lo que vuestro país puede hacer por vosotros; decid más bien lo que vosotros podéis hacer por vuestro país. Colegas míos, ciudadanos del mundo, no preguntéis qué puede hacer América por vosotros, sino qué podemos hacer juntos por la libertad del hombre”. John Fitzgerald Kennedy (20-1-1.961)

Pocos meses después, tras esta acabada y pulquérrima declaración de intenciones, en la que, en su engreimiento endofágico, asimilaba el continente americano a su país, se producirá el intento de invasión de Cuba. Pronto salía a relucir la bestia que se ocultaba bajo su inmaculada sonrisa de “bon vivant”. Aparecía, como dijera Kant en su obra “La crítica de la razón pura”, “la cosa en sí” –Ding an sich-, o sea, emergía la verdadera naturaleza del ser que sólo la apariencia de su presencia escondía.

En abril, la C.I.A., cómo no, organiza el desembarco, en Bahía de Cochinos, de un grupo de exiliados cubanos. Castro, frotándose las manos, les esperaba inflamado de patriotismo heroico; David contra Goliat. Ambos, como Tántalos modernos, hubieran preferido morir de hambre y sed antes que dar su brazo a torcer. Es otra forma de avaricia y egoísmo, más cruel que la del mito, ya que afecta a todo un pueblo pero, metafóricamente, similar a la que nos describe Petronio en su “Satiricón”. El saldo se libra, para la orgullosa América, con una humillante derrota que el presidente Kennedy intenta asumir como puede. A Fidel poco le cuesta asumir la victoria; al arrojar al mar a los contrarrevolucionarios, henchido de satisfacción, juntó su barba rala a la rala barba del Che y pensó en aquella máxima del Derecho Romano que se recoge en el Digesto: “Dar a cada uno lo suyo”.

Y, quizá, se le vinieran a la cabeza las palabras que pronunciara Niceto Alcalá-Zamora, el primer presidente de la II República española: “No soy rencoroso, pero el que me la hace me la paga”

Tras este desastroso desenlace, la cota de tensión entre los bloques se dispara, alcanzando su máximo nivel al año siguiente, al detectar los aviones espía estadounidenses el despliegue de misiles y rampas de lanzamiento, por parte de los soviéticos, en la isla de Cuba. La llamada “crisis de los misiles” puso a la humanidad al borde mismo de la autodestrucción. Nunca el mundo, víctima de la estupidez de sus dirigentes, estuvo tan cerca de su desintegración física como planeta, de su desaparición como parte del sistema solar. Sólo rememorar aquellos acontecimientos me hace temblar: “horresco referens” (tiemblo al referirlo) Virgilio (Eneida 2,204).

 Son las palabras de Eneas, en la obra de Virgilio, al referir la muerte de Laocoonte y sus hijos aprisionados por una serpiente, tal y como nos lo cuenta Virgilio y tal y como lo vemos en la estupenda y dramática escultura realizada, durante el siglo I a de C., en la isla de Rodas y exhibida en el Vaticano. En ella se refleja, como alegoría de la destrucción, la angustia de un mundo a punto de asfixiarse.

Sólo Nikita Kruschev y John F. Kennedy, con su nuevo y, como se vería más tarde, siniestro escudero, Henry Kissinger, permanecían ajenos a lo que pasaba en el mundo. ¡Qué diablos les importaba! Bastante tenían con echarlo a pique.

“Hay en la humanidad un fondo de estupidez que es tan eterno como la humanidad misma.”  Flaubert

Mientras, Henry, entre asesorar al presidente y asesorar al lobby judío, maquinaba su desembarco en los entresijos del poder y del dinero. Lo mismo le daba que fuera con un demócrata que con un republicano. O incluso, a poder ser, una temporada con cada uno. Eso sí, siempre con el ganador. Este nuevo Maquiavelo se ha ganado a pulso el apelativo de “Old Henry” y se lo debería de arrebatar al pobre Nick. Con Nicolás Maquiavelo ha pasado lo que con tantos, el mito ha superado la verdad de un hombre que, en vida, fue apacible, honesto y tranquilo. Él mismo, desengañado y recluido en el campo, escribe a su hijo unas letras que debieran de servir como ejemplo a todos aquellos que se dedican a “la cosa pública”.

“Quién ha sido fiel y honesto durante los cuarenta y tres años que tengo, poco dispuesto ha de estar a cambiar de naturaleza, y mi pobreza es el mejor testimonio, tanto de mi lealtad como de mi honradez”

Henry prosiguió su agitada vida pegado al poder, e incluso a la llamada prensa rosa, junto a su esposa Nancy, como un cortesano interesado. Sólo que sirviendo, además de a sus propios intereses, a unos intereses abyectos y retorcidos, los del “Old Henry”, que actuaba sin compasión y con la firmeza y determinación de los ebrios por el poder. La imagen de este hombre, vestido, eso sí, de smoking, con sus pequeños ojitos, escondidos tras sus grandes gafas de concha negra, es la imagen de un ser indefenso, nacido para recibir insultos en el patio del colegio. Sin embargo, ya sabemos que la imagen, por mucha importancia que se le quiera dar, sólo es eso, imagen. Y, en este caso, equivocada.

“¿Y qué os diré de los cortesanos? Nada hay más apasionado, más servil, más necio y más abyecto que la mayoría de ellos…” Erasmo de Rótterdam (Elogio de la locura).

Henry, como Luther King, -¡que venga Dios y lo vea!- fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz, en una de las más vergonzosas ceremonias que se recuerdan. Se lo otorgaban, decían, por su contribución a la firma, en 1.973, de unos acuerdos de paz, en París, que no hicieron más que prolongar la guerra de Vietnam durante dos años. Este escudero, el viejo Henry, nacido en Alemania, asesoró a todos los presidentes habidos desde Kennedy a Reagan y jamás perdió su influencia.

“La vida es un cuento dicho por un idiota –un cuento lleno de estruendo y furia, que nada significa-.” William Shakespeare (Macbeth)

Antes de morir asesinado, John F. Kennedy aún tiene tiempo de poner en marcha el famoso “teléfono rojo”, con el que se establece una línea directa entre la Casa Blanca y el Kremlin. Un temido teléfono, especialmente pensado y diseñado para usarse durante las más que hipotéticas emergencias nucleares. Ahora, antes de matarnos, planean avisarse entre ellos. Será para apretar los respectivos botones de sus inseparables maletines una vez puestos a salvo en sus refugios. En fin, ¡qué Dios nos enganche confesados! ¡Pobre humanidad!, en manos de estos locos de atar: “Estos romanos están locos” Astérix.

El crimen sucedió en Dallas, fue un 22 de noviembre de 1963. Poco después de aquel disparo J.F.K. era sólo historia. Después, descansará, como uno más, en el cementerio de Arlington en Washington, entre las interminables filas entrelazadas de cruces blancas.

Su muerte no fue tanto una crónica anunciada como un desenlace inesperado ante la multitud de frentes que mantenía abiertos. Sus líos con el F.B.I., y con su siniestro y poderoso director, Edgar Hoover, eran del dominio público, así como la intransigencia de su hermano Robert para todo lo que tuviera que ver con el crimen organizado, llámese mafia en todas sus formas. Eran los tiempos de un exilio cubano, en el que, allá por Miami, se daba la mano con el sindicato de transportistas, conectado a través de Hoffa con la mafia y, por tanto, con la enorme tajada dejada en Cuba en torno a la prostitución y al juego. Todo eran intereses muy conectados y, por si faltaba algo, la omnipotente C.I.A. estaba mezclada entre los disidentes cubanos a la espera de una nueva invasión de la isla. Líos y enemigos francos -frente a otros más ocultos- no le faltaban al presidente pero, aparentemente, nadie esperaba un atentado contra su vida. Cualquiera hubiera apostado, antes, por su hermano Robert, el incorruptible e implacable Bobby, el Robert influyente e inteligente, el hermano al que no se podía llegar, ni para sobornarle ni para seducirle, por no ser vulnerable a nada, ya que no se le conocían vicios ocultos, ni privados ni públicos. En poco se parecía a su hermano, del que Hoover tenía decenas de grabaciones comprometidas, toda una colección de cintas en las que Jack se explayaba ante sus fáciles conquistas. Robert sólo se dedicaba a traer, después de sus oraciones, niños al mundo y, por supuesto, del vientre de su mujer, Ethel. Pareciera que su destino inevitable fuera el que fue, aunque unos cuantos años más tarde. Robert moriría asesinado por los disparos de un jordano de cara enrevesada y nombre fácil, Sirhan Sirhan, cuando su carrera hacia las presidenciales no había hecho más que comenzar, en un hotel de Los Ángeles pero, para entonces, ya estábamos en 1.968. Aquel 22 de noviembre de 1.963 aparentemente nadie lo esperaba, al menos en el entorno del presidente, aunque los maledicentes han hecho correr el rumor de que algunos poderosos miembros de la mafia habían reservado hotel, con vistas, para poder asistir en primera fila al magnicidio. Las imágenes mudas del coche avanzando por entre las filas de banderitas y el rostro horrorizado de Jackie al verle caer abatido tras un certero disparo, es el recuerdo ensangrentado, como el pulcro abrigo de su mujer, de aquel día de finales de noviembre. El supuesto asesino fue inmediatamente detenido. Él, Lee Harvey Oswald, un anodino ex marine, fue inmediatamente asesinado por un oscuro personaje, Jack Ruby, dueño de un club nocturno que, tal vez, perteneciera al circuito, controlado por la mafia, de la prostitución. ¿Quién estuvo detrás de los ejecutores? ¿Quién, desde la sombra, apretó el gatillo? Tal vez la verdadera respuesta a la  muerte del presidente se la llevara a la tumba Edgar Hoover, el todopoderoso jefe del F.B.I., un hombre que, como un enorme Grandgousier, recibía a sus agentes embutido en unas mallas a punto de reventar. Cuentan que de esa guisa recibió a un atribulado Lyndon B. Johnson, a la sazón nuevo presidente de un país que más de cincuenta años después aún no se ha recuperado de la conmoción que supuso el asesinato de John F. Kennedy.

Con su muerte, la duda y la desconfianza, así como un sinfín de especulaciones, no harían ya más que contribuir a acrecentar el mito de un presidente que marcó una época, impuso unas maneras y dio lugar al nacimiento de una nueva era, no sólo en torno a la política -qué también-, la era de la imagen. Desde entonces, los políticos feos no es que lo tuvieran imposible pero, desde luego, sí más difícil.

“La pálida muerte de igual modo pisa las chozas de los pobres que las torres de los ricos”. Horacio (Odas 1, 4, 13)

Tras el duelo, un inmenso silencio recorrió la médula espinal  del país, un silencio impregnado por el sentimiento de culpabilidad que se extendía desde el mismo meollo del poder. Pero, todos callaron. Sólo Marilyn pareciera esperar, a pesar del también inmenso silencio que siguió a su muerte, al ingrato amante, con los brazos abiertos, para darle el único consuelo posible, el de los muertos. ¿Quién sabe?, tal vez le recibiera nuevamente aquella espléndida mujer que, años atrás, apareciera desnuda en Playboy, tentada por el objetivo de Johnny Hyde, tendida sobre un lecho de pétalos de rosas rojas. Tal vez, el sueño, en una fotografía, de los jóvenes de distintas generaciones, se hiciera carne, carne temblorosa, en el país en el cual sólo reinan las sombras. Este mito del siglo XX, cuentan que gran admiradora de Tolstoi, empeñada en aprender a través de la lectura, pese a la frivolidad de su imagen, acabó, de alguna manera, devorada por aquello contra lo que tanta energía había empeñado y, sin embargo, terminó engullida por el mismo, por ese mito erótico y sexual en el que, a su pesar, se vio envuelta, incluso después de muerta. Esta preciosa rubia que, siendo ya una gran estrella, tuvo la humildad de apuntarse a las clases de interpretación de Lee Strasberg, alma del Actor´s Studio, murió con la desnudez cándida de los que siempre llegan tarde, incluso a los rodajes, cuando no, a su propio funeral.

“No quiero que me vendan al público como un afrodisíaco de celuloide.” Marilyn Monroe

Oficialmente, una sobredosis de barbitúricos acabó con su vida -a la edad de treinta y seis años- en la soledad de su habitación. Oficialmente, un francotirador acabó con su vida -en la ciudad tejana de Dallas- entre el bullicio de la multitud y en la soledad del asiento trasero de un coche descapotable. Oficialmente, fueron los culpables de algo más, fueron los culpables involuntarios, pero imprescindibles, para que la muerte les uniese para siempre y ¿quién sabe?, tal vez para que les condujese a un futuro común y recóndito. Quizás, ambos, estén agradecidos a sus ejecutores.

“Cuando la memoria lleve tus pasos

al cementerio, rinde culto

reverente al sagrado misterio

de nuestro futuro desconocido.”  Kavafis (En el cementerio)

Pero, en el mundo, había más familias reales, incluso en los Estados Unidos de una América que se enriquece por el norte y se desangra por el centro y por el sur. La realeza de este país, tras la muerte de John, tuvo, aunque por poco tiempo, un nuevo príncipe heredero, a la espera de coronarle con el armiño presidencial, encarnado en la figura saludable, seria y circunspecta de Robert Kennedy. La más que comentada maldición, existente en torno a esta familia, sobrevoló nuevamente sus cabezas tiñendo de escarlata la ceremonia de entronización. Robert saldrá ileso de un atentado; la próxima vez no tendrá tanta suerte ya que los milagros no suelen prodigarse, ni tan siquiera para un devoto católico irlandés. Casi simultáneamente, la Comisión Warren, creada por orden directa del presidente Johnson, da carpetazo a toda la investigación sobre el asesinato de J. F. Kennedy. El veredicto de la misma es un cúmulo de supuestas obviedades que tan sólo tranquilizan al propio estado; nuevamente se demuestra aquello que dijera Napoleón: “Cuando quieras ocultar algo crea una Comisión”.

 En las conclusiones de la citada Comisión se elimina la sospecha de la conspiración y se determina que Lee Harvey Oswald actuó solo, siendo el único responsable del asesinato. Nadie se lo creyó. Es posible que ni tan siquiera ellos mismos, a pesar de haber pretendido ser tan concluyentes. Ahí quedó otro nuevo y fascinante enigma para la historia.

Juan Francisco Quevedo

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ÁNGELES MORA, SOÑAR CON BICICLETAS-Juan Francisco Quevedo

ÁNGELES MORA, SOÑAR CON BICICLETAS

(TUSQUETS, 2022)

ÁNGELES MORA, SOÑAR CON BICICLETAS

(TUSQUETS, 2022)

Un poema de carácter autobiográfico y descriptivo, con un vuelco intimista, abre Mi vida secreta, la primera parte del espléndido libro de poemas que nos regala la poeta andaluza Ángeles Mora, Soñar con bicicletas. Se dirige al lector desde ese mundo interior que se teje y va creando alrededor de la literatura, desde ese lugar en el que se refugió, siendo muy joven, para ir creciendo, para que fuera aflorando una personalidad que se iba plasmando en un cuaderno y alrededor de unos libros que se integraban en una habitación propia, que bien pudiera tan solo existir en la imaginación de la voz poética. Al fin, es un mundo que hubo de fabricarse, como tantas chicas, para ir bajando escaleras en esa búsqueda por encontrarse a sí misma: Así rodó mi vida/secreta, /como ruedan los libros, /los sueños, los cuadernos/manchados de palabras/robadas, letras que nos dicen/lo que somos, /lo que nos dejan ser.

En un desdoblamiento que la permite indagar en su propia personalidad, la voz poética vive y se ve en tercera persona. Entretanto, esa carrera perpetua contra el tiempo nunca se detiene: Sin mirar el reloj, ya sabe/que el tiempo volará/arañando segundos, /que se hará tarde y volverá, /precipitadamente, al nido/donde los suyos/abren el pico con apetito. La vida siempre progresa y ella nunca quiso ser la novia del espejo mientras conocía y convivía con el estilete del dolor y con la verdad del presente porque nunca volverá/lo que perdiste. Es mejor disfrutar el momento vivido: Pero hoy mira esta calma/atravesar el día. /Disfruta y atesora/conciencia y voluntad.

La segunda parte del libro, La luz del poema, comienza con una reflexión sobre el acto poético, desde donde realiza una inmersión melancólica a través de los recuerdos: Tu voz roja en mi oído. /Altas torres guardando a los poetas. La poesía emerge como una iluminación que nos posee y con la que vamos creando nuestro propio mundo intelectual y sentimental: Y poco a poco/creció para el olvido/un secreto jardín de pensamientos.

Finaliza esta sección de Soñar con bicicletas con unos versos en los que la propia poesía actúa como una tabla de salvación que acude para rescatarnos de la oscuridad y traernos una la luz que nos renueva: Y entonces sin un azul se abre, de pronto, /una mañana cálida cuando no esperas nada, /un azul luminoso de olas y espumas/de norte a sur, de este a oeste de las horas, /un azul que te sobrecoge, llenando la mirada/como ya no soñabas, de un nuevo brillo…

En Underworld, la tercera parte del libro, la voz poética se adentra en ese mundo que nos arrastra hacia esa pesadilla en la que la propia vida, en su discurrir, nos va envolviendo hasta conducirnos al territorio del dolor, hacia el miedo de querer volar y no poder: Quiero volar, volar… /pero mis alas rotas/no alcanzan a encontrarlo, /no alcanzan a encontrarlo. No es más, parece decir, que el peaje a pagar por continuar en esa loca carrera, que la vida nos impone, hacia el final. Con los años, pareciera que aprendemos a convivir y a controlar ese miedo que nos acompaña: Al fin y al cabo, /hay que cerrar el libro de la vida, /desprenderse sin miedo/poco a poco/igual que un árbol/se desnuda.

En ese mundo que subyace, como un pozo de inmundicia, en la conciencia de la humanidad, surgen esas Imágenes para una exposición como una letanía no ya del dolor sino de la vergüenza: Llegan desde los cielos infinitos/de todos los azules y todas las estrellas, /de las entrañas minerales/de la tierra, el espanto, /la muerte lenta, /las matanzas, /las guerras, /las fronteras. A pesar de esta desoladora sucesión, cada primavera nos devuelve la esperanza, tal vez de un futuro menos incierto, de un nuevo tiempo que nos reconforta: Y sin embargo, /en medio de la desolación, /cumplidora, volvió ella. /Como si no ocurriese nada, /vestida de esperanza, /llegó la primavera.

El largo adiós cierra este hermoso libro con un canto lírico y encendido al dolor que provoca la ausencia definitiva, aquella que se sabe sin posibilidad de retorno: Y Granada se borra a nuestros pies/y por mis labios se desliza, /como un beso, una lágrima. Cualquier detalle remite a la voz poética hacia el pasado, hacia la añorante ausencia que provoca la pérdida de un ser amado: Encontré una quemadura en la colcha/y tuve que acordarme de ti, /mi amor, /y de tus cigarrillos Habanos. En esta parte del libro los poemas se suceden con un halo de melancolía sobrevolando unos versos que nos remiten al dolor que produce el mero hecho de vivir, al dolor de vivir a través de los recuerdos: Recordar puede doler más que vivir: /recordar aquel hilo/que ahora no encuentro. Toda esta sección es un canto preciso y emocionado, plagado de imágenes sugerentes y metáforas brillantes al amor que va más allá de la muerte, un canto que traspasa y nos llena de belleza: Y sin sabernos, /polvo a la luz de un sol seremos, /volando unidos, /gracia de amor, /química/que el universo alumbra/eternamente.

A lo largo de Soñar con bicicletas, existe una relación sustancial e indisoluble entre la voz poética y todo lo que la rodea, un hilo que, como una tela de araña, se va entretejiendo hasta confundirse. De ahí se deduce fácilmente que de esta conexión con el mundo, tanto interior como exterior, surge una poesía reflexiva, que nos invita como lectores a imbuirnos en el universo poético que Ángeles Mora crea a su alrededor. El libro está sacudido transversalmente por varios temas que nos ofrece sin disfraces ni subterfugios superfluos, estos son el recuerdo y la añoranza a la que nos arrastra el paso del tiempo, el dolor que provoca la ausencia definitiva, el amor como esa fuerza suprema, que perdura incluso más allá de la muerte, la poesía como ese bálsamo regenerador y que actúa como esa luz que nos ilumina y posee y, por último, la preocupación que provoca la desolación que nos rodea e invade.

 Soñar con bicicletas es el libro de una voz poética esencial en el panorama poético en español, un libro que desborda intensidad, con una gran carga moral y reflexiva que se ha ido definiendo a lo largo de cuarenta años, desde que Ángeles Mora publicara en 1982 su primer libro, Pensando que el camino iba derecho.  Después de su conmovedor y premiado Ficciones para una autobiografía, la poeta andaluza recurre de nuevo a la memoria, esa linterna con la que iluminamos los recuerdos más escondidos y perdidos, ofreciéndonos una poesía con la que el lector se identifica con mucha facilidad, haciendo suyo, desde su personal experiencia, lo que nos transmite el yo poético. Sin duda, estamos ante una poesía vivencial y, como no puede ser de otra manera cuando esta se une a nuestra propia biografía, plena de verdad y emocionalidad. Nos llega Soñar con bicicletas con un lenguaje cuidado, preciso y con un ritmo que inmediatamente nos invita a seguir su cadencia. Un libro imprescindible en unos tiempos que parecen estar empeñados en alejarnos de la poesía.

Juan Francisco Quevedo

UN CUESTIONARIO MUY PERSONAL

ÁNGELES MORA

1 ¿Podría darnos unas pinceladas que fueran definitorias sobre su personalidad?

            Lo que peor llevo de mi manera de ser es la timidez. Lo mejor, mi mundo interior, que me da mucha vitalidad.

2 ¿Hubo alguna circunstancia que le hiciera ponerse a escribir?

            Leer desde muy niña todo lo que caía en mis manos.

3 ¿Ha habido escritores que hayan tenido una importancia decisiva en su manera de entender la poesía? ¿Quién o quiénes?

            Bastantes: sobre todo me ha influido esa línea de poesía que reflexiona y lucha contra un inconsciente que hemos de sacar a flote: el poema nos ha de abrir caminos de pensamiento, emoción, belleza.

4 Si tuviera que definir la poesía en una frase ¿cuál sería?

La poesía es intensidad.

5 ¿Ha sido difícil publicar y alcanzar reconocimiento por el hecho de ser mujer?

            Creo que sí, que lo he tenido más difícil por ser mujer. Las mujeres hemos tenido que ir derribando puertas que teníamos cerradas.

6 ¿Cómo cree que se debe ejercer la crítica literaria?

            Con honestidad, pero también con delicadeza.

7 ¿Cree que la poesía tiene alguna utilidad en la sociedad actual?

            La sociedad actual está quizá más manipulada y controlada que nunca en nombre de la libertad. La poesía puede ser una forma de rebelión, mucha joven y madura poesía lo es. Hay que tener esperanza.

8 Si desaparecieran los libros y tuviera que elegir un poema para memorizar y transmitir ¿cuál sería?

            Voy a hacer una trampa: elegiría dos:

            –Negra sombra, de Rosalía de Castro

            –El poeta pide a su amor que le escriba, de F. García Lorca

9 Una ciudad para vivir

            La ciudad en la que vivo: Granada

10 Si pudiera elegir una época histórica para vivir ¿a cuál se trasladaría?

            Diría que me hubiese encantado vivir en el Madrid de las “Sinsombrero”, siendo amiga de ellas, desde luego. Me fascina aquella vitalidad rompedora, aquel pensamiento abierto a lo nuevo. Aunque no hubiese querido vivir lo que vino después…

11 Qué lugar ocupa el amor en su vida y en su poesía

            Un lugar preferente. El amor es la fuerza que mueve la naturaleza. Yo diría que amo la vida. Eso se materializa en mi cotidianidad y también en mi poesía.

12 Un libro que ama                         

¡Muchos! Pero voy a decir uno: El escritor que compró su propio libro. Para leer El Quijote, de Juan Carlos Rodríguez. No existe otra manera de leer El Quijote tan maravillosa y que nos enseñe tanto.

13 Un libro icónico que deteste

            Lo habré olvidado

14 Con un poco de humor le pregunto si cree que de la poesía se puede salir

            De la poesía quizás no se salga nunca. Pero ¿por qué salir si la amamos tanto? Lo más duro es no naufragar en el mar revuelto del mundillo poético (aun así, ella es fiel y seguirá contigo).

15 ¿Los medios tecnológicos actuales favorecen la lectura?

            Diría que sí. Pero yo prefiero leer en un libro de papel

16 ¿Cómo discriminar ante la avalancha de publicaciones existentes?

            Hay que tener “ojo clínico”

17 ¿Cómo le gustaría que le recordaran?

            Como una mujer sencilla: una persona que ama la vida, y por amar la vida ama la poesía, que nos ayuda a vivir: nos da consciencia y voluntad.

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EL ÁNGEL DE LLIMONA-Cementerio de Comillas-Juan Francisco Quevedo

EL ÁNGEL DE LLIMONA

Abrigan su visión modernista alas

de ángel claro y espada de luz templada.

Sereno guardián de góticas sombras

que el silencio del osario  resguarda.

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Inventory-Juan Francisco Quevedo

DÍA DEL LIBRO 2023

Os dejo uno de los poemas que me tradujo al inglés la doctora en Literatura de la Universidad de Harvard Lana Jaffe-Neufeld. Fueron publicados en Inventory, la revista que edita anualmente la Universidad de Princeton.

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VERDADES IMPIADOSA 10-Juan Francisco Quevedo

VERDADES IMPIADOSAS

La niña juega,

la inocencia y los flanes

el mar los lleva

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VERDADES IMPIADOSAS-9-Juan Francisco Quevedo

VERDADES IMPIADOSAS

Crece la noche

mientras rueda la bola

de la discordia.

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VERDADES IMPIADOSAS-8-Juan Francisco Quevedo

VERDADES IMPIADOSAS

Abrir un libro,

soñar con el placer

de la lectura.

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VERDADES IMPIADOSAS-7-Juan Francisco Quevedo

VERDADES IMPIADOSAS

En la ciudad,    

la sigilosa luz

lacera el día.

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VERDADES IMPIADOSAS-6-Juan Francisco Quevedo

VERDADES IMPIADOSAS

Un hombre calla.

Aunque la tierra llore,

no se detiene.

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AS BESTAS, CRÓNICA DE UN VISIONADO-Juan Francisco Quevedo

AS BESTAS

Por fin, este fin de semana que he pasado en Madrid, he acudido a ver una película que todo el mundo-y la crítica-me empujaba a hacerlo. Volviendo en tren a mi ciudad, escribo unas líneas sobre ella.

Cómo una sola escena puede echar a perder una excelente película. Este es el caso de As bestas, la película española que desde que se estrenara no hace más que recibir críticas y comentarios elogiosos. Las sucesivas secuencias reflejarán de manera espléndida el ambiente asfixiante de una aldea gallega en la que tendrá lugar un asesinato con tintes atávicos. Tras el enfrentamiento entre dos familias vecinas, una que es nativa del lugar y otra formada por un matrimonio extranjero que llega a esa aldea casi deshabitada con nuevas ideas, se desencadenará la tragedia. En el fondo, late la lucha entre el derecho adquirido sobre el territorio, por el hecho de ser de un lugar desde tiempos inmemoriales, frente al de los recién llegados, que los lugareños creen que tienen que estar desposeídos del mismo y que, sin embargo, en este caso es decisorio y decisivo al equiparse con el de ellos.

La historia de odio se hace verosímil en la mayor parte de la película, hasta el extremo de ir subiendo de tono y llenando de inquietud al espectador a medida que avanza el metraje. Esa tensión se va desvaneciendo en el último tercio con escenas como la que tiene lugar entre la madre y la hija en la cocina, una escena que rezuma una lección impostada, la de la libertad de elección en la vida, y que resulta poco creíble y fuera de lugar, contribuyendo a desviar la atención del espectador del objetivo que se plantea desde el inicio.

Esa credibilidad se desmorona definitivamente en una de las últimas escenas, crucial y definitoria. Cuando la mujer del hombre asesinado, en una catarsis y armada de valor, se acerca hasta la casa de los asesinos para hablar con la madre de ellos-un personaje de lo más plano y anodino por otra parte- los hijos, que han dado muestras de un carácter violento e implacable desde el primer momento, ceden sin plantear casi oposición al requerimiento de la mujer del hombre desaparecido. Esta madre, parece incluso hasta ser condescendiente con la viuda mientras la escucha, algo completamente irreal para alguien que conozca la idiosincrasia de las mujeres y madres de un mundo rural como el que se nos presenta, un mundo cerrado e impenetrable en el que la mujer y madre defiende lo suyo y a los suyos con la fuerza de lo salvaje. En cambio, nos muestran a una madre sin ninguna fuerza y sin mostrarnos nada del personaje, dándole un peso que nunca ha tenido. Esa sola escena, tan ficticia y alejada de cualquier realidad hace que se desmorone todo el desenlace. Una verdadera pena para lo que la película se merecía. Ambientación espléndida y unas interpretaciones superlativas, en especial la de los dos hermanos, flojeando quizás un poco con respecto al resto-tengo mis dudas-la del intérprete francés.

La capacidad narrativa de un autor puede hacer verosímil lo más inverosímil pero, sin embargo, cuando se hace en sentido contrario se pone en solfa la credibilidad del relato.
No obstante, merece la pena verla-es más, no conviene perdérsela- aunque uno se queda con la idea de que una película que estaba a un paso de ser sobresaliente se queda en notable.

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VERDADES IMPIADOSAS-5-Juan Francisco Quevedo

VERDADES IMPIADOSAS

Siempre nos mece

la barca del recuerdo.

Nunca regresa.

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VERDADES IMPIADOSAS-4-Juan Francisco Quevedo

VERDADES IMPIADOSAS

Estación última:

Donde se pierde el tren

de la existencia.

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VERDADES IMPIADOSAS-3-Juan Francisco Quevedo

VERDADES IMPIADOSAS

Ángel de piedra,

guardián del cementerio

espada en mano.

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VERDADES IMPIADOSAS-2-Juan Francisco Quevedo

VERDADES IMPIADOSAS

Los nigromantes

majan en el mortero

de la palabra

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VERDADES IMPIADOSAS-1-Juan Francisco Quevedo

Sin esperanza,

circundada en el luto,

la muerte aguarda.

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NICOLÁS CORRALIZA-INVENTARIO DE DESPERFECTOS (HUERGA Y FIERRO, 2022)-Juan Francisco Quevedo

La revista Ítaca publica esta reseña sobre el excelente libro del poeta Nicolás Corraliza.

NICOLÁS CORRALIZA

INVENTARIO DE DESPERFECTOS (HUERGA Y FIERRO, 2022)

LA ELEGANCIA DE LA LEVEDAD

LA ELEGANCIA DE LA LEVEDAD

En este magnífico libro, Inventario de desperfectos, el poeta Nicolás Corraliza compila los poemas publicados en diferentes medios a lo largo del último decenio. Fiel a una poesía condensada en poemas cortos, nos sigue sorprendiendo con giros temáticos llamativos y con metáforas brillantes. Desde el primer poema aborda temas que siempre nos han hecho reflexionar desde la antigüedad, como el paso del tiempo afectando a nuestra propia esencia, a ese ser que fluye constantemente para ser continuamente otro: Lo que buscamos en la luz ya no existe. / Hace tiempo que somos otros. Retorna en varios poemas al pasado, a esa patria del hombre que es la infancia, a esa patria de la inocencia que en el recuerdo se convierte en paraíso: Nadie enfermaba: / allí se contagiaba/la alegría de los felices.

En ese análisis lúcido y lírico de la realidad más reciente, en la antesala de la guerra, compara lapidariamente esa locura de la humanidad con el deterioro de un mar que se asfixia: Los capitanes plagiaron sus estudios y no saben nadar. / Nuestra deriva es un mar que se muere. El poeta en ocasiones expresa un deseo común: poner término a ese tiempo de aflicción para retornar al camino de la paz a través de la cordura: Pobre tiempo: / huye por la vereda de la noche/y déjanos la última luna.

Sin embargo, ese vago optimismo, no tarda en volverse en contra para perder un poco la fe en el futuro: Llegó al invierno. / Esta tarde lo he visto colgado/sobre el esqueleto de los árboles/sembrando una semilla/en la tristeza. Ahora bien, muchas veces es en estos temas donde reside la fuente de inspiración del poeta: A veces / entre la devastación y la furia/surge el poema. En cualquier caso siempre es consciente del inevitable final: La muerte es el nudo/que nadie deslía.

El amor no es ajeno a la sensibilidad poética de Nicolás Corraliza, un amor calmado y colmado por la plácida sencillez que se desprende de algo tan banal y frecuente como, al regresar de una noche plena, contemplar a tu hijo durmiendo. Un poema que nos llena de sosiego y nos transmite esa paz que se asocia a lo cotidiano: Llegar cuando el niño/esté dormido. En otras ocasiones, el amor se manifiesta y concentra en una persona concreta, a la que el poeta dirige sus versos con un final a modo de conclusión, algo tan habitual en la tradición latina: Lo visible eres tú. / Un reino sin la muerte. Y es que no en vano el poeta nos avanza que Ningún viaje/equivale/a tu costado, algo que ejemplifica en estos versos tan extraordinarios: Que el hambre no te encuentre/sin un beso que llevarte a la boca.

La muerte y el dolor se descubren en los versos del poeta como un flácido recordatorio/del músculo de la muerte. A veces se insinúa como una espada de Damocles moderna que siempre nos espera amenazante: Sueño con un revólver que me mira fijamente: / es el frío invierno que pronto detonará. En otras ocasiones el dolor se vuelve necesario, para revivir con ternura el pasado de los seres que le acompañaron, como es el caso del padre al que ahora contempla en su etapa final: Ya no busca nada. / Se ha sentado a esperar indiferente/el vaivén seguro de las estaciones.

Aparecen en muchas ocasiones los poemas sentenciosos, concentrados, de aire clásico, que invitan al lector a la reflexión: Con qué alegría/juzgamos en los otros/nuestra condena. En esa búsqueda del impacto a través de la palabra, Nicolás Corraliza siempre nos asombra: No golpear. / Aquí viaja el destino/que nos espera. Son también muchas las alusiones a esa dualidad entre naturaleza y felicidad, a esa búsqueda constante de la belleza a través de lo que está a nuestro alcance: Allí, en sus copas, / el cielo se acaricia. Estaciones, naturaleza y fe se funden en versos llenos de autenticidad: La esperanza estudia/en academias de nieve. / Quiere ser abril.

Este Inventario de desperfectos es un libro por el que, a través de sus versos, navega el lenguaje con un enorme sentido estético, con la elegancia sucinta de la levedad concentrada en un destello que nos ilumina. Nicolás Corraliza nos arrastra en la lectura por una poesía meditativa que nos invita a la reflexión, por una poesía cargada de humanismo que inmediatamente crea un nexo emocional con el lector. Inventario de desperfectos es el libro de un poeta en plena madurez creativa y con una poética definida, atractiva y con una poderosa voz propia.

JUAN FRANCISCO QUEVEDO

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RVISTA ÍTACA-GEORGE MEREDITH, AMOR MODERNO-Traducción Hilario Barrero

GEORGE MEREDITH, AMOR MODERNO

TRADUCCIÓN DE HILARIO BARRERO

LIBROS DE AIRE (2021)

George Meredith (1828-1909) nació en Portsmouth, el 12 de febrero del año 1828, cuando estaba a punto de inaugurarse la época victoriana, que abarcaría todo el tiempo que la monarca británica estuvo al frente de la nación, desde 1837 hasta 1901.

En 1842, el futuro escritor fue enviado a estudiar a Alemania, donde permaneció hasta 1844. En 1849, con veintiún años, se casó con Mary Ellen Nicolls. Este hecho sería decisivo en la redacción de Amor moderno, un libro que nos llega de la mano del escritor Hilario Barrero y de la editorial Libros del Aire. Está compuesto por cincuenta sonetos, cada uno de ellos formado por cuatro cuartetos que riman ABBA. En la composición unívoca de los cincuenta sonetos narra la descomposición de un matrimonio de la clase burguesa y favorecida de la época y las falsas convenciones del mismo.

Pero aún hay un asombro mayor, que nosotros,

enamorados de una actuación de la que nada puede hartarnos,

como verdaderos hipócritas, la admiramos;

miradas cálidas, gestos efímeros de amor,

vuelan alegres sobre la vajilla y el vino.

Esa paulatina desintegración la hace sin esconderse, con verdad y aspereza desde una posición desoladora. Al fin, exponía el desgaste y la desilusión que le produjo el fracaso de su propio matrimonio.

En una ardua y laboriosa labor, Hilario Barrero traduce por primera vez al español los versos del escritor inglés. El poeta toledano, residente en el barrio neoyorkino de Brooklyn, nos ofrece uno de los libros poéticos más sorprendentes de la segunda mitad del siglo XIX, un libro escrito durante la época victoriana en un país donde reinaba el escritor Charles Dickens. Desde sus páginas, George Meredith criticará sin tapujos el encorsetamiento redicho y altivo de aquella sociedad clasista e insensible y dará a la mujer, en esos tiempos tan poco apropiados para ello, un protagonismo inusitado.

La esposa de George Meredith, Mary Ellen Peacock Nicolls, era hija del escritor Thomas Love Peacock, a quien George admiraba y al que dedicaría su primer libro. Poco duraría el matrimonio del joven poeta, ya que en el año1856 Mary le abandonaría para irse con el pintor y escritor Henry Wallis. Tras una fallida relación que se dio por terminada en 1858 intentaría regresar infructuosamente con Meredith. Mary, moriría tan solo tres años después.

El escritor, dos años más tarde de su boda, en 1851, recopilaría sus publicaciones en Poems, al que seguirían varios libros antes de publicar Amor moderno. En 1859 saldría a la luz la novela La prueba de Ricardo Feverel , donde queda reflejada su fallida experiencia matrimonial. Ahora bien, el abandono al que se vio sometido, tras la marcha de su mujer con Henry Wallis, le provocaría una serie de sensaciones que reflejaría profusamente en los sonetos de Amor moderno, describiendo sin ambages y con un realismo inusual para la época el dolor por la pérdida y desintegración paulatina del sentimiento amoroso, por la destrucción de una unión burguesa, llena de convencionalismos y lugares comunes, propia de su tiempo.

Sobre la tumba de su matrimonio, la espada entre ambos;

cada uno ansiando la espada que todo lo corta.

Todo ello, al publicarse, causaría un gran impacto, que rozó el escándalo, en aquella sociedad jerarquizada, conmocionando a la sociedad victoriana al tratar el adulterio sin ningún tipo de filtro y con sensaciones emocionales verdaderas, y no fingidas ni idealizadas, nunca antes expuestas.

Me desgarro, pero no echaré la culpa a aquella que me hiere.

¿Acaso no sentí su corazón latir como si fuera el mío propio

dentro de mí? ¿Podría herirla? ¡Cielo e infierno!

Hilario Barrero ha sabido captar todos esos sentimientos que experimentó el poeta a lo largo del declive de su matrimonio-orgullo, dolor, incomprensión, desidia, rabia o remordimiento- en la excelente traducción que nos ofrece.

Todo el libro está escrito poco después de la muerte de Mary y culmina con el suicidio de la protagonista en el soneto 49.

“¡Bésame ahora, querido, ahora puede ser!”, dijo ella.

Aquellos labios habían bebido las aguas del Lete, y él lo sabía.

El libro se cierra con un último soneto donde se explicita la certeza de un destino que ya está escrito desde el inicio de la relación amorosa, un destino que ya había trazado el final fatal de la pareja.

Estos dos fueron raudos halcones presos en una trampa,

condenados a revolotear como murciélagos.

Afrontar el reto de traducir estos poemas solo está al alcance de un experto traductor y de un excelente poeta como Hilario Barrero. Solo un poeta es capaz de discernir entre los vocablos para elegir aquellos en los que encuentra la cadencia rítmica precisa para que el lector pueda encontrar en la lectura la profundidad y el alcance de sus resonancias. Solo de esta manera el poeta que recrea al poeta puede dar sentido al poema en una lengua tan distinta a aquella en la que fuera concebido. En esta inmensa y grandiosa tarea, Hilario Barrero ha sido capaz de burlar al tiempo para regalarnos estos poemas. Entre los versos de Meredith se intuye al poeta que habita en la traducción, un poeta que no solo es capaz de trasladar el espíritu original de los versos sino que es capaz de velar porque estos mantengan la autenticidad, la verdad y la belleza primigenia, a pesar del cambio idiomático.

No cabe duda de que la traducción poética, cuando se da en manos expertas y sensibles, se constituye en sí misma en un género literario. Es el caso de este libro y de esta traducción llevada a cabo magistralmente por Hilario Barrero.

Juan Francisco Quevedo

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ANA MERINO (SALVAMENTO DE HORMIGAS)

Reseña publicada en El Cuaderno digital

ANA MERINO

SALVAMENTO DE HORMIGAS (VISOR LIBROS, 2022)

ANA MERINO

SALVAMENTO DE HORMIGAS (VISOR LIBROS, 2022)

Tras su premiada y exitosa novela El mapa de los afectos y su nueva novela, Amigo, recientemente publicada, regresa Ana Merino a la poesía felizmente con un título de lo más sugerente, Salvamento de hormigas. Bien pudiera ser la metáfora perfecta por asimilar a esa niña que salvaba hormigas de una muerte segura en la piscina de su infancia, con ese espíritu generoso que lucha por encontrar un poso de humanidad en las acciones que afligen a un mundo en el que, de adultos, pareciera que quisiéramos borrar de nuestra mente esa visión ingenua e inocente, ese halo de bondad que acompaña a la niñez. No hay mejor prólogo que este poema para abrir el libro y dejarnos llevar en la lectura por la cadencia que imprime la autora a sus versos, por el propósito firme de rescatarlas/una y otra vez/de sus naufragios.

La primera parte, Desbordamiento, es un canto a la imaginación, a la de ese niño que sueña viajes fantásticos y seres imposibles: Dile que tendrá el don de los espejos/y que podrá atravesarlos/sin temor a esas sombras/con colmillos que borran sus reflejos. En ella aparecen inevitablemente dos mundos muy cercanos a la autora, el del cómic y el del cine que más se puede coligar con ese simbolismo que se asocia a las ilustraciones de las historietas: Los besos de princesa/son saliva de niño/escupiendo disparos/de tu pistola láser. También refleja esa perplejidad de los ojos con que nos aproximábamos a las viñetas de esos episodios que nos dejaban en ascuas con un continuará… Es verdad, /vendrán otras viñetas/a fabricar esencia de tiempo, /la continuidad/como el lazo invisible que nos arrastra.

Distancias es el título de esta segunda parte donde la voz poética se torna nostálgica al indagar en el tiempo y regresar al pasado, a lo perdido, pero siempre dejando un hueco a la esperanza en el mañana: Memoria cobijada de la dicha/que perdura en nosotros/y nos hace brotar con hojas nuevas, /florecer y dar frutos.

La evocación reciente, el anhelo de paz y el recuerdo de uno días en el balneario de Panticosa transmiten al lector una sensación de placidez, para dejarse ir en esa sosegada aventura. Ana Merino nos regala unos versos hermosos y plenos de lirismo: El calor de otros cuerpos, /el tacto de unos dedos/tocando melodías/harán que me detenga/a escuchar la ternura/del instante que suena/en cada nota.

 En Naufragio, la tercera parte del libro, aparece un halo de pesar, una sensación de orfandad ante el desastre al que estamos llevando el mundo, cuando nuestros actos eran la toxicidad/de una época/en la que fuimos capaces/de marchitarlo todo.

Salvamento de hormigas termina con un epílogo que es una celebración, una apuesta decidida por la literatura como un todo, como una motivación de vida y como una balsa de salvación, cuando no como un bálsamo para restañar las heridas de la vida y, de alguna manera, hasta para justificar nuestra existencia: Es la energía que escribe/y brota en las entrañas, /cobijo milenario/de todas las palabras.

Salvamento de hormigas es un libro en el que inevitablemente aparecen algunas de las pasiones de la autora, aquellas a las que se ha entregado con entusiasmo y dedicación como son el cómic y el cine. Así mismo es un libro por donde afloran los recuerdos, con una mirada nostálgica hacia lo perdido, no siendo ajena la poeta a los acontecimientos que nos acechan a través de unos versos que son una llamada de atención, una mirada reflexiva y crítica hacia el camino por el que transitamos hacia el futuro, hacia el mundo que estamos dejando. Sin duda, es una autora que lleva a su poesía una profunda sindéresis, una poeta que desmenuza el tiempo presente con inteligencia y nos advierte del peligro que atraviesa el mundo, de la crisis moral por la que transitamos por culpa de una palmaria falta de sensatez: Todo era ya escaso/en el árido paisaje/que heredamos de los hombres.

Estos temas son los que conforman la columna vertebral de unos poemas que llegan hasta el lector con autenticidad y belleza, provistos de un lirismo que nos cautiva inmediatamente: El embalaje de la vida/cuando cruzas el umbral de los cuarenta/y haces cajas con documentos que ya no valen nada/pero quieres conservarlos/porque el vacío da más vértigo/que esa acumulación, que esa muralla/de bloques de cartón y vida densa, /de muebles desgastados y alfombras enrolladas.

 Al cerrar el nuevo libro de poesía de Ana Merino, nos vamos con la sensación de que muchos de sus versos aún golpean en nuestras conciencias, con el sabor de una poesía jalonada por el ejercicio que nos empuja a la reflexión, ya que la autora hace una poesía que siempre lleva una importante carga ética.

Ana Merino consigue que nos identifiquemos fácilmente con el poema y que, desde la experiencia personal, cada lector lo haga suyo.  Una poesía verdadera que consigue activar las fibras sensitivas que llevan directamente a la emoción. Es Salvamento de hormigas un libro inolvidable y Ana Merino una poeta imprescindible en el panorama poético actual.

Juan Francisco Quevedo

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JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN -CASUAL- Juan Francisco Quevedo

Os dejo la reseña que aparece en la revista Anáfora de “Casual”, el último libro de poemas de José Luis García Martín, así como el texto que leí en la presentación que hice del mismo en la Feria del Libro de Torrelavega.

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

CASUAL (ED. RENACIMIENTO, 2022)

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

CASUAL (ED. RENACIMIENTO, 2022)

(TORRELAVEGA, 23 de junio de 2022)

Este mediodía, ya un poco tardío, tenemos la fortuna de contar en la Feria del Libro de Torrelavega con un hombre al que me unen dos cosas que no se pueden medir científicamente ya que son inmateriales y, a su vez, esenciales en la vida, por un lado la amistad, un valor que tan solo se queda en el ámbito de lo íntimo, y por otro la admiración, algo que va más allá de lo personal y que es muy fácil de transmitir a través de la lectura de su obra. Estoy hablando del escritor José Luis García Martín, con el que he disfrutado no solo, siendo mucho, de sus libros, sino también de su sagacidad conversadora y de su generosidad.

Si tuviera que trazar un somero perfil de José Luis, os diría que es un hombre inteligente, analítico y metódico hasta la extenuación, lo que le ha permitido poseer un enorme bagaje intelectual sobre el que se sustenta una obra muy extensa y variada. Os diría que es un gran amante de la disciplina diaria, lo que le ha enseñado a estar a solas consigo mismo para reflexionar y poder verter historias y poemas de todo tipo en sus libros, dando a todo ello un atractivo carácter literario desde una estricta rutina de trabajo.

Del magisterio que ejerce este emérito profesor universitario en su obra, podemos destacar tres facetas fundamentales, el crítico lúcido, punzante e insobornable, el diarista concienzudo, irónico y sentencioso y el poeta caviloso, reflexivo y excelso.

Del crítico más crítico, fundamental en estos tiempos de corrección extrema, están su legión de seguidores y detractores, que esperan con ansiedad sus artículos, que salen, por cierto y que no hay que perderse, en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés. Siempre los concibe desde una perspectiva alejada de las imposiciones dominantes, a las que golpea irónicamente con la precisión de un púgil experimentado. Se adentra en el pantanoso mundo de la crítica con un conocimiento exhaustivo del panorama literario y desde unos valores que nunca abandona, la independencia y la honestidad. Sobre ellos se asientan la credibilidad y el prestigio que lo avalan como crítico. De alguna manera, ha conseguido hacer de la crítica un verdadero género literario.

Como diarista hace literatura de lo cotidiano, y lo consigue con el confort que le proporciona la monotonía. Esa es la premisa bajo la que se sustentan los diarios de José Luis García Martín. Así que en ellos vemos expresado, desde aquel lejano 1989 al que se remonta el primero de ellos, no solo un relato cronológico de acontecimientos comentados y puntuales de su propia vida, sino un reflejo de la personalidad del autor. Al fin, la intrahistoria personal es el instrumento del que se vale y con el que se compone muchas veces la gran historia. José Luis García Martín tiene la habilidad de convertir el detalle cotidiano más nimio de su estructurado día a día en una aventura fascinante, con la magia y el ingenio de su pluma, salpicada de las contradicciones y sentencias que acompañan a un hombre sabio y siempre preparado para la discusión inteligente, aunque sea consigo mismo. No cabe mayor espíritu crítico.

Del excelso poeta que hoy nos ocupa, esencial en mi opinión en la poesía del último medio siglo, están sus poemas, escritos y publicados a lo largo de esos cincuenta años.

El paso del tiempo, esa prueba insobornable a la que cualquier poeta forzosamente ha de someterse y que tan solo superan los que permanecen, no ha hecho mella en su poética; esta se mantiene viva, actual y de lo más saludable. Su nuevo libro ratifica de manera espléndida estas premisas.

Si atendemos a la nota del autor con que se abre Casual, este está compuesto por poemas que responden más o menos al título, aunque en seguida advertimos que sea o no de modo casual, los poemas de José Luis García Martín llevan un componente ético profundo que invitan al lector a la reflexión. Lo consigue con inteligencia y desde la belleza perspicaz de unos versos trazados con un sentido rítmico que llevan a recuperar esa musicalidad, tantas veces perdida en tantos poetas, en la lectura.

La poesía de José Luis García Martín navega por nuestra memoria sin naufragar, resonando en nuestro interior con una voz poderosa y humana que nos acerca a sus versos con empatía emocionada, lo que contribuye decisivamente a que se establezca con facilidad esa conexión entre la voz poética y el lector.

No nos cuesta nada vernos a nosotros mismos, reflejados en esa imagen, gracias al poder evocador de la buena poesía. Por tanto, a los lectores, nos es muy fácil identificarnos con el poeta; ahí reside el acierto de José Luis: hacer trascender lo personal desde lo personal, más allá de lo anecdótico.

En Casual no elude los temas clásicos de la poesía; así vemos cómo vuelve la mirada hacia lo perdido, vemos cómo un halo de nostalgia salpica transversalmente los poemas del libro, con apelaciones a la infancia, a aquellos compañeros de viaje que la vida o, mejor dicho, la muerte, ha ido dejando en el camino y que, a pesar de todo, de alguna manera siempre nos acompañan. Por tanto, el paso del tiempo, lo que conlleva de perdido y de pérdida, y la muerte sobrevuelan algunos de los poemas.

Ahora bien, en Casual podemos ver cómo la voz poética busca cierta felicidad a través de la contemplación del paisaje. Es un ejercicio que el poeta parece encontrar en esa unión íntima con lo que nos ofrece la naturaleza, con el sosiego que nos transmite. Se aprecia en algunos de los haikus que salpican las páginas del libro y en poemas contemplativos bellísimos de aire oriental.

También hay poemas de una ternura y sensibilidad extraordinarias donde descubre cada día esas maravillas cotidianas que nos ofrece el mundo. En otros, sin embargo, aflora el peso de la soledad, de los días grises en los que todo se torna oscuridad, recordando esa vieja inscripción que Dante encuentra grabada en la puerta del infierno: … lasciate ogni speranza voi ch´entrate (Abandonad toda esperanza al entrar)

La belleza que encierra Casual es solo un estímulo para descubrir la profundidad de una poesía que dejará una huella indeleble en el lector, incluso en el más ocasional, despistado o circunstancial. Es una poesía verdadera, donde la palabra no es un galimatías indescifrable ya que en seguida llega al lector con su claridad expositiva y con su pulsión relampagueante y plagada de hermosura formal.

De alguna manera Casual es un libro de celebración, aquel con el que los lectores, los amantes de la poesía, nos congratulamos del feliz encuentro que hace cincuenta años José Luis García Martín tuvo con ella. Con Casual nos vuelve a sorprender, sin renunciar a nada, con una poesía rítmica, más suelta si cabe y menos sometida a un sistema reglado estricto, y con un discurso que nos aproxima desde el lirismo a la personalidad del poeta, el mismo que dice no reconocerse en sus versos, no asumir su paternidad al releer alguno de sus poemas. Ese distanciamiento entre el yo poético y el yo biográfico no sorprende al lector que, a pesar de esta aseveración, creemos reconocer al autor en sus versos por lo que no sabemos muy bien hasta qué punto el poeta que aflora en Casual es un fingidor.

Es Casual un libro de poemas en los que nos inmiscuimos hasta los tuétanos del verso, donde nos dejamos seducir con las gracias que siempre han de acompañar a la poesía: belleza, autenticidad y emoción. Con la poesía de José Luis García Martín hay que detenerse, dejarse llevar en su cadencia y pararse a reflexionar con ella para descubrir el misterio que encierra.

Muchas gracias, de nuevo, José Luis, por todo y por tanto.

Ahora os dejo con su magisterio.

Juan Francisco Quevedo

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ASIER APARICIO (Las aventuras de Ventolino y La era del Onicuerno)-Juan Francisco Quevedo

Asier Aparicio

«Las aventuras de Ventolino» y «La era del Onicuerno»

Hoy está con nosotros Asier Aparicio, un escritor con una larga trayectoria en diferentes disciplinas que van desde el teatro a la novela pasando por el ensayo, el relato o la poesía, pero hoy le tenemos aquí como autor de una heptalogía que, aunque vaya dirigida al público infantil, es una lectura para compartir con los adultos por muchas razones, aunque ahora podamos destacar tan solo una de ellas: la posibilidad de establecer un diálogo acerca de los numerosos temas de importancia vital que afloran en la novela.

Las siete historias se encuentran en estos dos libros, Las aventuras de Ventolino y La era del Onicuerno, este último premiado con el prestigioso premio Liliput de narrativa joven cuyo nombre recuerda la isla a la que llegó Gulliver, en la obra de Jonathan Swift, Las aventuras de Gulliver, y que estaba habitada por personas diminutas.

Estos libros de Asier os puedo asegurar que son un canto a la imaginación en los que nuestra capacidad de asombro se verá desbordada por ella. Ahora bien es mucho más que una perspicaz y trepidante aventura fantástica, se constituye en un gran cuento de hadas a través del cual indagaremos en múltiples facetas de la vida, que nos servirán como instrumento de aprendizaje ante las diferentes facetas que encontraremos en el largo camino de formación que emprendemos como seres humanos: transitaremos por el amor, la pasión, el miedo, la frustración, el desengaño, la perseverancia y el tesón entre otros. El autor nos va a proporcionar herramientas para que podamos reafirmarnos y apuntalar una serie de valores universalmente reconocidos.

El niño y el adulto que lee a Asier Aparicio, encuentra en los libros de Ventolino un espejo en el que puede mirarse, para ver reflejado en él el mapa sentimental que nos compone y nos compondrá. En ese sentido es una lección de vida que nos faculta para poder caminar con más seguridad por ella. Y lo mejor es que lo consigue sin más esfuerzo que el de la propia lectura porque la fuerza de los personajes que Asier traza y las situaciones en que les coloca es de tal envergadura que nos introduce de lleno en el asombro boquiabierto que tan solo proporciona la fantasía bien delineada.

Entrando un poco en la trama pero sin desvelar nada, os diré que de la sabia mano de Asier nos iremos a la ciudad imaginada de Pueritia, en la que todo un duende, Ventolino, intentará resolver los problemas que se ciernen sobre ella. Y lo hará de la mano de dos hermanos, primero cuando aún son niños y, después, de adultos. Ellos son Alex y Nuria.

Al transportarnos con la imaginación al mundo que nos propone Asier, podemos hacer una inmersión real en la fantasía a través de la literatura, podemos acompañar a esta pléyade de personajes, hadas, duendes, gnomos, cíclopes y demás seres irreales, en esta historia, mientras convivimos con ellos, con estos seres absolutamente fantásticos pero muy apegados a la tradición popular. Ahora bien, también aparecerán seres completamente novedosos, en escenarios fascinantes que, al fin, acabarán componiendo un universo muy personal, fruto de la creación del autor. Este mundo creativo de Asier se asienta y se confronta con muchos de los problemas que acechan al mundo real, incluso con aquellos más angustiosos y existenciales, como son los que nos llevan al dolor, la enfermedad e incluso la muerte. Al final, es otra manera distinta de contemplar el gran teatro del mundo. Asier Aparicio va mostrando las piezas de un gran puzle creativo que, a medida que avanzamos en la lectura, vamos componiendo, encajando las piezas, hasta poder completar la imagen final.

En ese mundo, los seres que se asemejan a los reales y los imaginados, así como la propia Pueritia, la ciudad en la que habitan, van creciendo y desarrollándose, unos en el ciclo natural de la vida y los otros sometiéndose a la voluntad creativa del autor.

Las siete narraciones de Asier Aparicio nos adentran en ese complejo mundo en el que, desde la ficción creativa, nos muestra lo mejor y lo peor de la condición humana. Los libros de Asier son una invitación cordial y feliz para desentrañar todo ello de la mano de una prosa ágil, didáctica, perspicaz y amena que no hace sino fomentar el diálogo entre generaciones a través de la literatura.

Juan Francisco Quevedo

Presentación de los libros de Asier Aparicio en la librería Gil de Santander

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MIS PRIMERAS LECTURAS-Juan Francisco Quevedo

La lectura, como la escritura, siempre es un ejercicio reflexivo que se ejerce desde la soledad interior; tal vez hoy sea un buen día para dejarnos llevar por la aventura que supone poner un libro en nuestras manos.

Recupero de ese baúl de la memoria reciente el artículo que escribí el 23 de abril de 2018.

MIS PRIMERAS LECTURAS

Cuando hago el esfuerzo de retroceder en el tiempo a través de la memoria para intentar recordar aquellas primeras lecturas que me llevaron de la mano durante los años de infancia, la de un chaval de La Cavada de la década de los sesenta, lo primero que aflora a mi mente son los chistes, como decíamos entonces a lo que hoy en día se llaman comics. En un batiburrillo más propio de mercadillo que de despacho ordenado me van llegando los nombres de aquellos héroes imaginarios que sentíamos como reales, que nos dieron la posibilidad de vivir experiencias ajenas como si fuesen propias, de tener vidas de ensueño que iban más allá de nuestra ingenua existencia. Así, desfilan por mis recuerdos El Llanero Solitario, Red Ryder, Roy Rogers, Tarzán de los Monos, el Capitán Trueno, el Jabato y todas las Hazañas Bélicas con las que nos reuníamos con los amigos en cualquier portal para intercambiarnos los números que cada cual poseía. Y siempre había que estar ojo avizor porque no solía faltar el espabilado de turno, que solía ser un poco mayor que el resto, e intentaba aprovecharse y llevarse por la cara uno o dos chistes de más.

Fuimos creciendo pero nunca pudimos olvidar del todo la ilustración, fuera con Astérix, “¡qué locos están estos romanos!”, o con toda la saga de Ibáñez que, desde esa Rue del Percebe de los Tiovivo, nos llevó hacia Mortadelo y Filemón o hacia el inefable Rompetechos.

Después, prácticamente al alimón, nos adentramos en la palabra escrita. Lo hicimos al ritmo de la fantasía de Julio Verne, de las aventuras de Emilio Salgari, Walter Scott, Jack London o Robert Louis Stevenson, de las historias más cercanas y entrañables de Dickens y Mark Twain  y de las más inquietantes de Oscar Wilde y Conan Doyle. Fuimos creciendo con ellas hasta vernos, ya con pantalón largo, como tiernos bachilleres.

Allí, los que tuvimos la fortuna de encontrarnos con buenos profesores de Historia y de Lengua y Literatura, nos fue muy fácil ir descubriendo autores y lecturas clásicas que, al final, son las que me han ido dado un bagaje que me ha permitido moverme con soltura por el mundo de la escritura. Más o menos a mis trece años, allá por tercero de bachiller, fue cuando decidí ser poeta y comencé a escribir en el silencio de esas clases de estudio que más parecían castigos que otra cosa. Posteriormente, ya en mi habitación de adolescente, plagada con fotos de los Rolling Stones y de Bob Dylan, iba llenando mis cuadernos de versos. En ellos, intentaba plasmar el estilo y la retórica de Jorge Manrique-nunca podré olvidar lo que me impresionaron sus coplas-, cuando no el de aquel Arcipreste que, en aquellos años se me antojaba un fascinante irreverente y más al leer lo que nos contaba con tanto arte y desparpajo: Como dice Aristóteles, cosa es verdadera, /el mundo por dos cosas trabaja: la primera, /por tener mantenencia, la otra cosa era/por poder arrimarse con hembra placentera”.

Después, como un fulgor inesperado apareció Fray Luis de León y, con él, el poeta latino Horacio. Cualquier antología en español que se precie-creo que ninguna lo hace-debería abrir con los poemas de Horacio; sin duda el poeta que más ha influido en la poesía en nuestro idioma. Y ya que hoy, al contrario de lo que pasaba con nuestros poetas hasta el siglo XVIII, ya que no somos capaces de leer directamente del latín, deberían antologar sus poemas con las traducciones-más bien recreaciones-que hicieron de ellos Fray Luis, Lope de Vega o Moratín.

El caso es que así, imitando a todos los que me impregnaban con la belleza de sus versos, fuese Garcilaso, Góngora, Quevedo, Lope o Calderón, fui llenando mis cuadernos de bachiller hasta que un buen día me decidí a intentar no imitar a nadie sino aprovechar lo que había aprendido y aprehendido para intentar expresar mis sentimientos desde mi propia voz.

Pequeños poemas de amor emergían en mis cuartillas con ansias inflamadas hasta que, llegados a los dieciséis años, me sentí imbuido por un espíritu menos romántico y más combativo; descubrí el poder embriagador y rebelde de la música rock e intenté llevar esa filosofía de combate a mis versos; me comencé a preocupar por el estercolero en que estábamos convirtiendo al mundo, por el sufrimiento que provocan las guerras y por cosas así. Al fin y al cabo ese era y debe ser el verdadero romanticismo de la juventud, el del inconformismo.

Fue en sexto de bachiller donde me impregné de ese lenguaje nuevo y rompedor de Espronceda, me sedujo el mayor himno a la libertad que se haya escrito jamás, la Canción del pirata, Que es mi barco mi tesoro, /que es mi dios la libertad, /mi ley, la fuerza y el viento, /mi única patria, la mar…”, y me embriagaron los bellos encantos de ese dolorido Canto a Teresa que anunciaba el futuro de la poesía, truéquese en risa mi dolor profundo…/que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?.

Tras él, llegaron los quejidos más íntimos de Rosalía y de Bécquer, un vate que me deslumbró con una poesía que brotaba del alma, breve y luminosa como un relámpago, en definitiva, con una poesía verdadera.

Cuando, desde la edad de la insolencia necesaria, creía haber descubierto todo y saber todo, por el temario de aquel libro de bachiller de Lázaro Carreter, de repente, apareció Rubén Darío dando otra vuelta de tuerca al lenguaje, prolongando esa sombra larga, larga, larga de José Asunción Silva. Rubén dio con Azul un pistoletazo que removió los cimientos poéticos, “…Dentro, el amor que abrasa; /fuera, la noche fría”. Recogió el título de un verso de Víctor Hugo, “El arte es azul” y en ese color simbolizó la ensoñación ideal y el misterio. El que me asaltó de inmediato.

Y después, con Galdós, Clarín y Pereda (Fortunata y Jacinta, La Regenta o Sotileza y Peñas Arriba), retomé mi gusto por la novela, en el que me reafirmé con los autores del noventa y ocho. Me dejé llevar por el mundo que se escondía tras los títulos memorables de Niebla o Abel Sánchez, ese gran tratado unamuniano sobre la envidia, de La Busca o El árbol de la ciencia de Baroja, todo un tratado filosófico tras el que, quizás, se esconde la desilusión que se oculta tras el conocimiento.

Con esa generación, al descubrir a don Antonio Machado, me hice socio de la poesía de la claridad, en la que aún milito. El impacto que me produjo don Antonio fue absoluto; hasta el extremo de que sus Poesías Completas sigue siendo uno de mis libros de cabecera. Claro está, sin olvidar al hermano modernista, a don Manuel, ese hombre que aún camina camino de cualquier parte ya que si la vida no se tomó la pena de matarle, él no se tomó la pena de vivir.

Después de ver pasar la buena poesía de Unamuno (Rosario de sonetos líricos), como si se tratara de un dulce silencioso pensamiento Shakesperiano, descubrí la precisión exacta de Juan Ramón, al que tanto hicieron renegar aquellos gamberros del veintisiete, aquellos que luego, como Cernuda o Alberti, hubieron de crecer en la desgracia de una guerra que les rompió por dentro, o morir en ella, como Lorca. Mientras César Vallejo (Niños del mundo/si cae España…) moría en París un día de aguacero, muchos poetas hubieron de partir al exilio desde donde el solo nombre de España envenenaba sus sueños.

No tardó en llegar la universidad y en ella me empezaron a llegar los ecos de Hierro, de Goytisolo, de Valente y de un Gil de Biedma que me asombró desde el primer instante. Entonces, con ellos y como ellos, descubrí que la poesía era más que Garcilaso. No me conformé con eso, a la Universidad de Santiago de Compostela me llegaron los fascinantes ecos de la poesía gallega y portuguesa de la mano de Pessoa, de Curros Enríquez, de Nobre, de Celso Emilio Ferreiro y tantos otros; incluso los de un tal Vinicius de Moraes (Se necesita un amigo para dejar de llorar. / Para no vivir de cara al pasado, /en busca de memorias perdidas).

Ya desde una madurez un tanto desmemoriada, uno nunca se cansa de dejarse impresionar por poetas que han ido llegando a su vida, poetas que te hablan desde sus versos con belleza y autenticidad. La poesía se renueva constantemente en ellos.

Día tras día, avanzo y avanzamos por la vida descubriendo libros de autores viejos y nuevos que nos permiten poder decir que si hay un Día del Libro, y me parece bien que lo haya, es por obra y gracia de los lectores. Para un autor tener un buen lector es como tener un tesoro, al que hay que cuidar y mimar por ese simple hecho de haber tenido la amabilidad de haber dedicado su tiempo y su inteligencia a desmenuzar un libro del que eres su autor. Ese acto vale un libro. Le da valor, el valor de haber sido leído de verdad. Por eso debemos cuidarlos tanto, porque cuando aparece se da una paradoja maravillosa: Ya no hay nada que se interponga entre el libro y el lector; ni tan siquiera su autor.

Para concluir os diré que al fin, han sido autores como Erasmo de Roterdam, Cervantes, Quevedo, Valle-Inclán… los que me han llevado a libros inolvidables, a libros que siempre permanecerán en mi memoria, libros como Elogio de la locura, el Quijote, el Buscón, Tirano Banderas…, libros que han sido capaces de dejar huella en nuestra memoria lectora, libros que nunca irán a parar al cementerio de los libros olvidados.

Todos ellos, autores y libros me han hecho olvidar, aunque sólo fuera por unas horas, las miserias cotidianas a las que nos arrastra la vida.

“Escribir es olvidar. La literatura es la manera más agradable de ignorar la vida.”

Fernando Pessoa (El Libro del Desasosiego)                                                 

Feliz día del Libro.

Juan Francisco Quevedo

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REVISTA ÍTACA-RESEÑA DE JESÚS CÁRDENAS SOBRE «UNA MIRADA A ESTE TIEMPO NUESTRO» ÚLTIMO LIBRO DE POEMAS DE JUAN FRANCISCO QUEVEDO

Juan Francisco Quevedo

Una mirada a este tiempo nuestro

Libros del Aire, Santander, Octubre, 2021

Nº de páginas: 120

LA MEJOR VERSIÓN

Hay un sector que irreflexivamente rechazan la lectura de la poesía, y se escudan en la dificultad. Para ellos este libro de poemas para que desarrollen la comprensión de la vida, para que se armen con mecanismos que penetran en las almas. Una mirada a este tiempo nuestro tiene la virtud de ofrecer palabras con las que es fácil identificarnos, porque rescatan lo vivido.

La propuesta poética del escritor de Veracruz afincado en Bielva  (Santander), Juan Francisco Quevedo, se acrecienta en esta segunda entrega lírica, tras El sedal del olvido, (2017) y el paralelismo temporal que supuso la publicación de la antología Este tiempo nuestro (Cuadernos de Humo Treinta y Tres, 2021).

Ya desde el título, se deduce que hallaremos en este volumen publicado por la editorial Libros del Aire reflexiones que surgen de lo vivido. El poema se ancla en la raíz, en la intimidad del sujeto que trata de aprehender lo que la realidad, en numerosas ocasiones, tarda en desvelarnos. De acuerdo con su descripción “poética” dada en Cuadernos de Humo, “el poema hay que elaborarlo, con autenticidad y belleza desde la emoción”. Si la esencia del ser es vivir, las palabras sirven para rescatar lo vivido, plasmar huellas en el fluir inexorable y hallar la mejor versión real, descargadas del anecdotario, de un modo transparente. “La poesía  –según  su prologuista, García Martín– se convierte así en el mejor aliado de la memoria”.

Los motivos tratados en Una mirada a este tiempo nuestro no difieren de su entrega anterior: el amor, la muerte, el recuerdo de la infancia y la finitud de la vida. Aunque hay una notable diferencia en el modo de su tratamiento. Su autor sigue ofreciendo un proceso decantador que va a lo esencial de los sentimientos. Tal vez, su voz se muestre más llena de verdad y con un tratamiento del verso más contenido y evocador. Con todo, la poesía de Quevedo genera un discurso humanístico tan lúcido como cercano.

Como sabemos de los Siglo de Oro, el amor es el único mecanismo que nos salva. A él nos dedicamos en cuerpo y alma. Cuando somos desposeídos de él, damos otro valor. Así, vemos en el poema inicial de la primera serie del primero de los tres bloques en que se articula el libro: “El tiempo que vivo, el que siempre quise vivir, / fue el nuestro, el de los dos, el de los cuatro, / el de los dos, el de los que hayan de venir. / No necesito otro tiempo ni más tiempo que el vuestro”. El sentido del amor experimentado sigue latiendo con fuerza: “El amor que me asalta, que siento, sobrepasa / las estrecheces que lo albergan y lo contienen” (“Rompientes”); sin él, “pasan los días como un denso légamo” (“Pagaré”); y la vida “ese mar de dudas / y vacilaciones”, “un mortal de disparo”, dejando al hombre perdido, abatido: “Ya no somos más que dos cuerpos yertos / que se desvanecen sobre el asfalto” (“Rastro”). Tras estos poemas, es imposible no tener los sentidos en alerta. El señor Quevedo ya nos ha ganado, somos sus cómplices.

En esta primera sección “Amor, dolor y poesía”, que corresponde a los tres motivos temáticos que va entrecruzando Quevedo con maestría aunque formen divisiones. Así, comprobamos el empleo de la destilación efectuada en los poemas amorosos, espigando palabras del idioma. Se dedica esta tercera serie a hablarnos de la necesidad de la escritura, y textos como “Dandy” prueban el aliento de Antonio Machado, así como la toma de postura que difiere de Baudelaire o Pessoa.  En “Dandy” se leen estos versos sobre su honestidad en la escritura: “Yo no vivo, tengo esa suerte, / de lo que escribo, pero digo / que es por escribir por lo que vivo; lo hago sin fingida impostura”. En otros, la cercanía de Juan Ramón que conecta con la poesía mística española “La palabra precisa”, “Dar en la diana” o “Exactitud”, donde desconfía de su abismo o abstracción: “Las palabras son, aún sin venderse, / las meretrices de la humanidad / y el mundo tan solo es, al fin y al cabo, / el gran prostíbulo que las acoge”.

Destella en el segundo apartado, “Tierra, polvo y luz”, la dicha en otro tiempo. Ante el abismo de nuestro tiempo estamos casi obligados a retroceder en busca de la serenidad que nos fue arrebatada. Quevedo encuentra esa reverberación en poemas que enraízan con la identidad del poeta. La nostalgia de otro tiempo vivido late con fuerza en el extenso poema titulado “Tierra” que concluye “Nací en una tierra que siempre late / en el gran corazón que la sustenta”. Y que podría asociarse con estos versos de “Raíz”: “Es el triunfo del polvo del camino, / de la tierra que nos mancha las botas, / la misma que nos ensambla a la vida”. Y este otro con los familiares añorados, así en “Madre”: “Duerme, madre, en la voz tenue / de unos versos que te reclaman, / en el ensueño de quien te ama”. El tiempo pretérito amoroso figura con un fondo marítimo, en poemas como “Colgado a tu brazo”, “Orilla” y “Oportunidad”. La capacidad formal de Juan Francisco Quevedo a la hora de abordar el poema lo convierte en directo deudor de la lírica tradicional: décimas, sonetos, tercetos… Todo un repertorio de convenciones poéticas que podría acabar en sí mismas solo en un deslumbrante ejercicio técnico si no fuera por su voluntad de transparentar el sentimiento, generar una reflexión.

Curiosamente, los poemas más sombríos pertenecen al último apartado, “Pensamiento y palabra”. El poeta se contempla y el tono deviene en reflexivo. Trascienden de la cotidianidad íntima estos poemas por la sensibilidad que muestran, por el sutil desconcierto del hombre urbano que busca la razón por la cual vivimos de espaldas a muestra propia naturaleza, que busca reconciliarse con la belleza de lo que nos rodea, retomar su sentido; por su conciencia del lenguaje también se muestra tan grave como delicado, aunque en ocasiones reprocha al hombre la pérdida de conciencia, en poemas como “Ayer, en las cloacas de mi ciudad”: “Deambulando, sin más, por las tristes aceras / del alma, he reconocido, cuán salamandra, / la resbaladiza oportunidad de ser hombre”; que conecta con el siguiente “Un inmenso mercado”: “Algo le ocurre a ese ser descreído en el tiempo. // Una fuerza le empuja a dar unos pasos más / hacia el precipicio angosto del escepticismo”. En la serie “Entre las ruinas del alma”, “Injusticia”, “Peonzas”, “Simplicidad”, “La caverna” o “Pagaré” el discurso poético se alía a la reflexión filosófica. El sujeto reacciona contra algunos males que el individuo ha absorbido de una sociedad enfermiza. El desencanto alumbra lucidez en diversos poemas, como en “Devenir”: “Se sume en el olvido / como se disipa la vida, / mientras desaparece / por las entrañas de la tierra”. Ya sabe que los errores cometidos en el presente tienen su simiente en el pasado. A otro tiempo irreal se llega mediante la memoria o el sueño. Tal vez, por este motivo nuestro poeta persigue el recuerdo de días más sencillos dedicándose a revitalizarlos. A este propósito, léase el hermoso final que nos tenía reservados con “El quiosco de la esquina”.

En Una mirada a este tiempo nuestro tenemos un confidente. Juan Francisco Quevedo nos dice verdades a la cara, aunque algunas de ellas sean dolorosas. Practica con solvencia el poeta afincado en Bielva una poesía intimista, pero sobre todo humana. Se muestra íntimo expresando sentimientos y mediante la transmisión de sus ideas nos ayudan a entender perspicazmente lo esencial. En sus versos se dilucida no solo otro tiempo, sino que nos previene de un futuro en el que no deberíamos sucumbir. Deducimos su reacción rebelde, una conciencia que se resiste a aceptar la violencia y la imposición. Se vislumbra, al cabo, el sesgo moral del hecho poético. Contención, transparencia y lucidez son tres cualidades de su poesía.

Jesús Cárdenas

dav
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Rafael Barret (Cristian David López)-Juan Francisco Quevedo

Una auténtica delicia la edición que nos regala Cristian David López sobre los artículos que escribió Rafael Barret sobre literatura y arte. Ordenados cronológicamente, nos admiramos ante la sapiencia del escritor torrelaveguense, un clásico de nuestra literatura del que, como nos recuerda Cristian David López en el preámbulo, Jorge Luis Borges lo definiera como “genial”. Un hombre con una azarosa biografía que en cada artículo nos enseña con una lucidez extraordinaria su visión acerca de las diferentes disciplinas artísticas, científicas y literarias. Lo hace desde el conocimiento profundo de un hombre formado que convierte la crónica periodística en todo un género literario.

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LA SOBERBIA DE LOS RASCACIELOS-Juan Francisco Quevedo

LA SOBERBIA DE LOS RASCACIELOS

Delimitan los cielos

las elevadas cúspides

que desangran la luz

intensa de un día que

ansía que anochezca.

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Astas punzantes

deshilachan las nubes

que abren el cielo.

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TRAMPANTOJO-Juan Francisco Quevedo

El trampantojo

de la vida vigila

en cada esquina


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FRANCISCO JOSÉ MARTÍNEZ MORÁN «NO» -Juan Francisco Quevedo

FRANCISCO JOSÉ MARTÍNEZ MORÁN

NO (PRE-TEXTOS, 2021)

FRANCISCO JOSÉ MARTÍNEZ MORÁN

NO (PRE-TEXTOS, 2021)

Desde el “Dilema del erizo”, el primer poema de “No” (Pre-Textos, 2021), el espléndido nuevo libro de Francisco José Martínez Morán, hay algo que nos atrapa; en seguida encontramos ese punto exacto en el que situarnos para dejarnos embargar por los planteamientos y la estética de una poética lúcida, clara, limpia, elegante e impregnada de un lirismo rítmico que huye de lo banal, que nos aproxima a la emoción verdadera desde la reflexión. Todo ello confiere a la poesía de Francisco José Martínez Morán una enorme carga ética que nos empuja en la lectura.

Aborda temas que siempre han interesado al hombre desde el principio de los tiempos, el paso del tiempo y la muerte (Anotación a Horacio, Espuma) el desánimo vital (Tensó, Anotación a Marco Aurelio, Afueras, Inaccesible), el amor (Nuevo, Causa, En un libro olvidado), la naturaleza como metáfora de felicidad (Atardecer de agosto, Tajo, Fábula), o la competición exagerada, a veces violenta, que genera la sociedad actual (Anotación a Séneca, Canino), sin olvidar el proceso creativo y esa obsesión por encontrar el tono del poema (Zurcido, No).

“No” es el libro de un poeta mayor y consolidado en el panorama de la literatura en español, un libro de los que conservaremos en la memoria, al que acudiremos cuando alguno de sus versos nos asalte, un libro primordial que no engrosará la larga lista de libros que reposan en el cementerio del olvido.

Juan Francisco Quevedo

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Reseña en EL CUADERNO de Carlos Alcorta-Una mirada a este nuestro tiempo de Juan Francisco Quevedo

RESEÑA DE CARLOS ALCORTA EN EL CUADERNO

Juan Francisco Quevedo ―nacido en México en 1959― es un autor que ha sabido exprimir las enseñanzas que brinda el paso del tiempo para ofrecer al público lector un fruto, permítanme la metáfora hortofrutícola, en el punto justo de su maduración. Aunque lleva escribiendo desde su juventud, nunca ha sufrido la ansiedad, la urgencia por ver sus textos impresos. Ha sabido esperar el momento justo y, a partir de ahí, nos ha ido filtrando con meticulosa regularidad el resultado de los largos años de aprendizaje.

Un breve recorrido por su obra literaria ilustra este itinerario, en el que no mencionamos las colaboraciones en libros colectivos: las novelas Ana en el mes de julio (2014) y Querida princesa (2016), el libro de poemas El sedal del olvido (2017) y otros títulos misceláneos como José Simón Cabarga: una biografía (2018), Pensamiento, palabra y poesía (2018), Cincuenta años de la Peña Bolística Riotuerto: una historia que contar(2019) o Pedro Sobrado: vida y obra(2020). Y es que todo poeta, como bien sabe nuestro autor, necesita de ese aprendizaje y del dominio técnico para acertar con la forma justa y con la estructura orgánica adecuada al tipo de creación que se proponga realizar. Pero cada idea necesita un aliento diferente. De ahí viene la alternancia, en su caso, entre la prosa ―en forma de novela, de ensayo― y el verso ―en formas clásicas como el soneto o el haiku, o verso libre―. Y es que, como sabemos, la capacidad creadora de un artista no se desarrolla en compartimentos estancos: todo lo contrario, sus diferentes expresiones están mutuamente relacionadas, son deudoras unas de otras y se enriquecen entre sí. Las exigencias de la poesía, y de esto no todo el mundo es consciente, no son las mismas que las de la narrativa. Por esa razón es necesario trabajar de acuerdo a los patrones normativos de cada género. Es un error manifiesto, aunque Quevedo lo ha eludido, escribir una novela con los presupuestos del poeta, tendente este generalmente, más que a narrar, a ornamentar con recursos propios de la poesía la narración.

La poesía es quizá el instrumento más adecuado para expresar los sentimientos personales. Gracias a las palabras del poema, el autor penetra en los estratos más profundos de su personalidad, pero el poema no es una mera transcripción notarial con carácter biográfico: tiene que ver, más que con revelar, con desvelar esas claves personales que justifican su actitud vital. En este proceso de desvelamiento, sin embargo, no podemos olvidar la técnica, que siempre debe estar al servicio de la sensibilidad, y no a la inversa, como ocurre en aquellos poetas que se enredan en florituras verbales carentes, en muchos casos, de sentido.

Sobre ello ha escrito esclarecedoras páginas Juan Francisco Quevedo en el libro Pensamiento, palabra y poesía (Septentrión, 2018), del que entresaco este fragmento:

«[U]na vez que se llega al conocimiento desde la lectura, hay dos factores esenciales, inspiración y trabajo. La primera se tiene o no se tiene; de hecho, he conocido poetas sin ella que, por mucho oficio y trabajo que le han dedicado, nunca han llegado al poema. Y viceversa, poetas que lo fían todo a la inspiración y luego no acaban nunca el poema pues lo abandonan sin más, tal y como les llega. La una sin la otra no hace al poema. Inspiración y trabajo son indispensables».

La razón última de esto es acaso que toda escritura debe nacer de una necesidad interior, ser eco de una voz profunda, y conseguir que ese eco se traslade a la página con personalidad propia, aunque sea este un asunto endiabladamente complicado. El objetivo principal para un poeta es conquistar su propia voz, esa manera de escribir que le hace único, inconfundible, esa voz que le permite expresar con plenitud tanto sus sentimientos como su visión personal del mundo que le rodea, pero esta no es una tarea fácil, ya que todo poeta es, antes que poeta, lector, y no resulta improbable que el poso de esas lecturas se vaya filtrando en la propia escritura. Juan Francisco Quevedo lo ha conseguido con creces. Cualquiera que haya leído alguna de sus obras reconocerá un estilo personal fácilmente identificable.

Juan Francisco Quevedo, como hemos dicho, poeta, novelista, memorialista y crítico de poesía, ha sabido imprimir a cada uno de estos géneros ―manejando con destreza los registros de cada uno de ellos― su particular forma de entender la vida, y lo hace con sus mejores armas, con un lenguaje terso, sereno, fluido, reflexivo y lúcido; un lenguaje, en definitiva, con un mismo tono íntimo y confesional, con todas las reservas que a este término hemos puesto más arriba, porque, aunque no elude la presencia de lo biográfico en sus poemas, antes al contrario, busca, con esa especie de desnudamiento emocional, la complicidad del lector a través de una claridad innata, sin los afeites de la retórica, en toda escritura hay una dosis ineludible de ficción, pero esa ficción, esa invención, en definitiva, no presupone falsedad alguna. Hay que tener en cuenta que el poeta no miente, solo inventa la verdad, porque, parafraseando a Antonio Machado, también la verdad se inventa.

Estamos hablando, en fin, de una poesía meditativa caracterizada por una mirada condescendiente y bondadosa, aunque no falten en ella razones para el desencanto, una poesía vitalista, y sentimental, clásica y, a la vez, absolutamente contemporánea. Como diría el poeta Carlos Marzal, es una poesía temporalista, «porque trata con hondura del tiempo del hombre que la escribe y pertenece también al tiempo del lector en cualquier tiempo que la lea». Con todo, lo que más caracteriza su poesía es la falta de altisonancia, la sordina y el tono nada enfático que ha sabido imprimir en su voz.  En estos versos conviven armónicamente el gozo de la contemplación con la meditación que esta provoca, las sensaciones que aportan los sentidos con la reflexión de orden metapoético y temporal («Busco la palabra precisa/ que ingrávida flota en el marco/ de la tersa piel de la patria») con la crítica moral y social.

Una mirada a este nuestro tiempo es un libro eminentemente hímnico, como constata la declaración inicial que resumo en estos versos: «El tiempo en el que vivo, el que siempre quise vivir,/ fue el nuestro, el de los dos, el de los cuatro,/ el de los dos, el de los que hayan de venir». Pero no elude ―lo subrayo de nuevo― la parte más dramática y sombría de la vida: el dolor («Vive en pasillos límpidos y estrechos,/ está en el halo sórdido que habita/ en las hirientes y ásperas miradas/ de tristes ojos yendo hacia el vacío», escribe) y la muerte, porque forman parte de la realidad del poeta, pero esa sordina de la que hablaba más arriba hace que el poeta escriba desde la mesura, con delicadeza no exenta de precisión. Al fin al cabo, en lo real conviven sin fisuras lo bello y lo terrible.

Las correspondencias entre las cosas y los seres son inacabables y Juan Francisco Quevedo sabe sacarles partido poéticamente. Sus tres secciones, con títulos esclarecedores, abundan en lo dicho: «Amor, dolor y poesía» es la primera. «Tierra, polvo, luz», la segunda, más vinculada esta a la rememoración del pasado, a la búsqueda de sus raíces, a la expresión del afecto: «Enséñame, madre, la luz/ que surge del alba e ilumina/ la húmeda escarcha de mi infancia», escribe en el conmovedor poema dedicado a su madre.

La última parte del libro, «Pensamiento y palabra» guarda muchas similitudes con la precedente, porque los recuerdos de la infancia y los sueños que en dicha etapa de la vida se engendran ocupan muchos de los poemas. Toda mirada retrospectiva tiene un alto componente de nostalgia, pero el enfoque de nuestro autor, aun sin prescindir de ella, está tintado por un componente que la transforma: la conmiseración.

Estamos, por tanto, ante un libro que emociona desde el primer poema por la lucidez con la que el autor contempla el mundo que le rodea, por la manera en la que eleva lo cotidiano a la categoría de universal, lo efímero del día a día en realidad sub specie aeternitatis, porque todo lo que escribe, gracias a un lenguaje cercano a lo coloquial, nos suena a verdadero, a algo propio. No hay impostura ni grandilocuencia en sus poemas, y eso lo agradece el lector con el que, como ya hemos avanzado, establece un alto grado de empatía, de complicidad. Frente a lo efímero de la vida, quedará la palabra, en manos de Juan Francisco Quevedo, dotada de una verdad que la ayuda a permanecer en la memoria de sus lectores.

Carlos Alcorta

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VÍCTOR TARDÍO-EL ESTRAMBÓTICO VIAJE A BÁRCENA MENOR-Juan Francisco Quevedo

VÍCTOR TARDÍO

EL ESTRÁMBOTICO VIAJE A BÁRCENA MENOR (MALAS ARTES ED. 2021)

VÍCTOR TARDÍO

EL ESTRAMBÓTICO VIAJE A BÁRCENA MENOR

Desde la primera página de este viaje a la imaginación, un tanto disparatada del autor, nos estamos introduciendo en un mundo muy personal, plagado de personajes imposibles y absurdos, desde la atracción de un lenguaje hipnótico, rico y sugerente nos dejamos conducir por Víctor Tardío a un universo creado a su medida, a su Macondo personal y particular, al que nos invita a pasar, no a través de un espejo, como en la Alicia de Lewis Carroll, sino a través del caleidoscopio de una aspiradora mágica. En ese mundo, si bien no hay reinas corazones, ni conejos blancos, si hay druidas y personajes que nos aproximan a la mitología de nuestra tierra. Este lugar tan especial es Bárcena Menor, un lugar feliz, donde la sombra de un personaje malvado planea sobre la apacible vida de unos habitantes a los que la reaparición de un viejo vecino, acompañado de una sugerente y bien trazada dama, les hará vivir una aventura fascinante que compartirán con los lectores.

Este lugar único, bien pudiera ser una hipérbole ingeniosa y desternillante de una realidad distorsionada por el surrealismo netamente cántabro que subyace a lo largo de las páginas de El estrambótico viaje a Bárcena Menor. En este nuevo Macondo, si bien nadie nace con el estigma del incesto en forma de cola de cerdo adosada al trasero, ni se producen levitaciones, sí hay muchas coincidencias con el realismo mágico de los sesenta, eso sí, pasadas por el tamiz, por el pasapuré cántabro. En cualquier caso es otra manera de trascender desde lo local a lo universal, como hemos visto tantas veces en tantos autores. Víctor Tardío, en esta novela lo consigue al invocar, de una manera muy diferente a como ya lo hiciera Gerardo Diego en Santander, mi cuna, mi palabra, el telúrico canto de la tierra a través de una realidad paralela que se cobija bajo la sombra de un mundo imaginario, un mundo que constantemente, con su toponimia, nos remite al olor primigenio y a la llamada de la tierra.

La novela gira en torno a dos personajes capitales, Ambrosio, un hombre amnésico y solitario, que se volverá un celoso empedernido al ver a su novia enamorada de un tal Darío, y Chari, una mujer, digamos, con graves problemas de comprensión, que se manifiestan en hilarantes confusiones lingüísticas que acarrearán alguna que otra complicación. Es una mujer que transita por la vida como la auténtica Barbie girl montañesa, aunque su origen oculto sea más montañoso que itálico, es una mujer que camina sin encontrar el lugar que le corresponde para dar rienda suelta a sus delirios de grandeza.

El caso es que ambos se reconocerán como almas gemelas e intentarán resolver sus angustias y sus deseos. Ambrosio espantará su soledad amarga y, de la mano de su compañera, indagará en sus orígenes hasta conseguir descifrarlos de la mano de un druida un tanto juguetón y puñetero, el druida Nicanor, que vive inmerso en la maraña de un bosque mitológico, del que es guardián y al que tan solo se accede a través de un barquero que poco tiene que ver con Caronte, el que conducía a los muertos al reino de Hades, después de cruzar el Aqueronte. No se debe desvelar mucho más de nada. Y menos de este druida que deja peladuras de plátano como otros orinan para marcar el territorio, como una seña de identidad.

Estamos ante la novela de un autor que ha sabido crear una trama interesante, plena de destellos de humor e ingenio, absolutamente entrañable, donde hasta al malísimo Tenazas, el que posee unas manos como alicates, se le puede guardar cierta compasión.

La trama avanza de la mano de un narrador omnisciente que en tercera persona nos va desgranando y desvelando muchas de las claves de una novela que no hace sino continuar con la tradición de una novela humorística y un tanto absurda que bien puede ser heredera de Sin noticias de Gurb, la clásica narración de Eduardo Mendoza, en la que desde la Barcelona de las Olimpíadas, el comandante de una nave espacial extraterrestre nos introduce en primera persona en una historia tan absurda como delirante y divertida, mientras busca por la ciudad a su compañero de viaje.

Cuando leí El estrambótico viaje a Bárcena Menor, desde las primeras páginas, por esos mecanismos impensados que nos asaltan, inmediatamente pensé en una pequeña novela del siglo XVII, una novela escrita por el que, dos siglos después, será uno de los personajes más grandiosos que haya dado el teatro universal. Hablo de Cyrano de Bergerac, un hombre que muy poco tendrá que ver  con el personaje que hace de él Edmond de Rostand en una de las mejores obras de teatro que haya leído y que con mayor placer haya visto representar. Claro que, en esa asimilación con el mundo de Víctor, no me refiero al personaje teatral sino al espléndido escritor que da lugar al personaje.

El Cyrano verdadero escribirá a mediados del siglo XVII una pequeña novela, a caballo con el ensayo, que nunca verá publicada en vida. En ella combina la fantasía con la comicidad, y también, como en este caso, el protagonista viaja a un mundo imaginario y disparatado, la luna, donde, por ejemplo, la moneda en vigor no es otra que los versos, que bueno sería para los poetas de la calle, serían millonarios, o donde solo son los animales los que andan a dos patas, así que allí confundirán al viajero protagonista con un avestruz.

Tanto el Viaje a la luna, como El estrambótico viaje a Bárcena Menor, bien pudieran ser dos buenos guiones cinematográficos, a caballo entre el humor patrio de José Luis Cuerda, en El bosque animado y Amanece que no es poco, y el absurdo disparatado y mundano de los Monty Python, que nos llevarían a dos mundos inexistentes que, por la magia del cine, y ahora de la lectura, nos convendría visitar para volar con sus personajes y vivir la fantasía que nos ofrecen. No olvidemos que, como decía Fernando Pessoa en El libro del desasosiego, “la literatura es la manera más agradable de ignorar la vida”.

Ahora y como punto final, no puedo hacer otra cosa que recomendaros que enchuféis la aspiradora exploradora, os dejéis succionar por el embrujo de la escritura de Víctor Tardío y que, con la magia de la literatura y el poder de la lectura, acompañemos al autor en este estrambótico viaje a Bárcena Menor. Un lugar en el cual, de la mano de nuestros protagonistas, siempre encontramos una higuera floreciente.

Juan Francisco Quevedo

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JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN (SIN PROPÓSITO DE ENMIENDA)-Juan Francisco Quevedo

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

SIN PROPÓSITO DE ENMIENDA (EDITORIAL RENACIMIENTO, 2021)

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

SIN PROPÓSITO DE ENMIENDA (EDITORIAL RENACIMIENTO, 2021)

Sin propósito de enmienda es el título del nuevo diario con el que nos obsequia José Luis García Martín y que abarca el período que va desde agosto de 2019 hasta junio de 2020. Es el propio Azorín el que nos descubre de dónde procede el título del libro de este volumen que tan bien le va no ya al libro sino al propio autor y que se corrobora en la última de las tres citas elegidas, aquella de Gil-Albert donde dice Solo soy un español que razona, esto es, alguien incómodo para cualquier bando.

Sin duda, un retrato preciso de un hombre que bien pudiera definirse como una persona inteligente que, cuando se aburre, no se conforma con las pequeñas cosas que solemos hacer el resto de los mortales, sino que es fácil imaginárselo rebuscando en un libro o saliendo al encuentro de alguno de sus amigos para poder discutir con ellos. En cualquier caso, por mucho que se esfuerce en querer parecerse a todo el mundo, no es probable que lo consiga.

Con la agudeza y el ingenio a los que nos tiene acostumbrados, José Luis García Martín va desmenuzando el tiempo que nos ha tocado vivir, creando un friso fidedigno de la época, incidiendo en sus opiniones sobre temas de lo más diversos, aunque manteniéndose fiel a aquellos que siempre le motivan, como la política, la literatura, los viajes, el cine o los recuerdos con viejos y nuevos amigos.  En ninguno de estos temas ahorra nombres, ni adjetivos definitorios, retratos, al fin, de una época vivida que queda reflejada con la precisión de un cirujano del lenguaje, donde siempre el humor y la ironía rezuman por cada línea.

José Luis García Martín hace literatura de lo cotidiano desde un escenario que le reconforta, la rutina diaria, aquella que le ofrece la disciplina necesaria para afrontar sus proyectos, tanto de vida como literarios. Desmenuza la gran historia a través de su propia intrahistoria personal, aquella desde la que muchas veces se compone la verdadera historia. El autor lanza contra el papel, contra sus lectores más eminentes, sentencias que no pocas veces son reflejo de la independencia que ejerce sin miedo, sin reparar en reputados nombres que se sustentan por sí solos en el panorama literario, se lo merezcan o no.

Pocas veces vuelve la mirada hacia sí mismo, hacia su verdadero yo, al más íntimo, al que se esconde con celo en su interior pero cuando lo hace suele aflorar el poeta, suelen aflorar unos sentimientos verdaderos que apenas se expone a esbozar, como cuando recuerda la llegada de su familia a la ciudad asturiana desde Extremadura o cuando, con melancolía nos habla de ese último curso en el que habrá de permanecer en la universidad antes de jubilarse.

Pese a una afirmación de lo más taxativa: De lo que más me importa, no hablo nunca, siempre aflora entre líneas el hombre sensible y sentimental que lo habita, por mucho que lo recubra de escarcha.

José Luis García Martín parece un hombre feliz con su vida: En lo personal, me siento a gusto con mi vida… Lo importante no es cómo te vean los demás, sino cómo te veas a ti mismo. Me recuerda el sabio verso de una sátira de Horacio, el poeta latino que nos hizo amar la poesía: ¿Qué te importa que todo el mundo te silbe si tú mismo te aplaudes?

En estos años José Luis García Martín ha visto con todo merecimiento cumplido uno de sus deseos, expresado en las primeras páginas del libro, donde afirma preferir antes que cualquier homenaje, por su jubilación académica, que varios autores se ocupen de varios de los aspectos de su trabajo. Y así ha sido por obra y gracia de Hilario Barrero, en lo que se refiere a sus diarios y a su poesía. Por lo demás, un reconocimiento mínimo para los muchos méritos conseguidos a lo largo de su fecunda trayectoria.

En cualquier caso, un pensador con el bagaje intelectual y la rapidez mental de José Luis García Martín jamás se jubila. Siempre es un placer aprender de y a su lado. En cualquier hora, desde cualquier formato, a pie de tertulia o debatiendo desde una pantalla de ordenador partida por la gracia de Zoom.

Por mucho que persista en cultivar ese halo de hombre solitario, por mucho que afirme eso de sospecho que no he sabido hacerme querer, siempre seremos muchos los que le contradigamos. Por más que lo cuestione y lo confronte. Tal vez esa percepción errónea se base en otra de sus intencionadas, eso creo, falacias: Yo no sé si soy inteligente o solo me lo creo, pero de lo que no tengo duda es de que no soy listo. En cualquier caso, quizás se busque enemigos, íntimos o no, pues sabido es que se moriría de aburrimiento sin detractores.

Por mucho que crea y diga que parezca que habla sentando cátedra y que cuando cree estar seguro de una cosa, comienza a dudar de ella, no siempre es así. No, al menos en su visión de este tiempo de pandemia, en su análisis crítico en cuanto a las actuaciones tomadas y a casi todo, sobremanera a ese encierro asfixiante al que someten a los niños, aunque no a él ya que esta reclusión en casa, en una casa llena de libros, es para mí poca cosa. En eso, no ha dudado. Al menos hasta el día de hoy.

Nada elude y nada le es ajeno a José Luis García Martín, nada se escapa a su juicio sagaz, nada, por muy controvertido que sea. Hacer literatura desde la honestidad y desde la ejemplaridad que confiere la independencia, es una premisa esencial que siempre le acompaña, algo que los lectores, en estos tiempos de corrección extrema, agradecemos sin remilgos. Esperemos que siga, sin propósito de enmienda, cultivando esa impertinencia sutil, fina y mordaz, desde la destreza y minuciosidad de una prosa fluida que se convierte en un deleite para el lector. Desde luego, podemos afirmar que José Luis García Martín nos ofrece un lenguaje rico, sugerente, e irónico en unas páginas que constituyen en sí mismas todo un género literario.

Juan Francisco Quevedo

Librería Dlibros (Torrelavega)

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LA REINA QUE ARMÓ EL BELÉN-Juan Francisco Quevedo

El BELÉN, CARLOS III Y LA REINA DE NÁPOLES

LA REINA QUE ARMÓ EL BELÉN

“Esta es la curiosa historia de cómo se popularizó el Belén en este país…”

María Amalia de Sajonia, la princesa designada como esposa para el futuro Carlos III por los padres de éste, Felipe V e Isabel de Farnesio, tiene tan solo trece años cuando se celebran los esponsales, pero a pesar de su edad es ya una mujer núbil, por lo que inmediatamente los nuevos cónyuges pueden consumar. El disciplinado y muy emocionado Carlos prestamente comunica a sus padres por carta la feliz coyunda, no ahorrándose detalles, incluidos los más íntimos:

“…enseguida estuve listo y al cabo de un cuarto de hora la rompí. Desde entonces, lo hemos hecho dos veces por noche…”

Carlos y María Amalia de Sajonia habían sido muy felices durante sus años de reinado en Nápoles, donde contribuyeron al desarrollo cultural y artístico del lugar con importantes aportaciones. El rey favoreció las primeras excavaciones arqueológicas cuando se descubrieron los restos de las viejas ciudades romanas de Pompeya y Herculano, donde presenció personalmente la aparición del templo de Júpiter. Después de las ruinas de Herculano, afloraron las de Pompeya, comprando el rey inmediatamente todos los terrenos para facilitar las excavaciones.

Así mismo, construyó el hermoso teatro de San Carlos, templo musical de la época, a pesar de su aversión por esta disciplina artística. Andando el tiempo, y a la muerte de Fernando VI, hermanastro de Carlos, éste hereda la corona española por lo que hubieron de trasladarse a España con gran pena, abandonando Nápoles, donde habían sido tan felices. Nada más llegar tuvo oportunidad de demostrar su poca inclinación hacia el canto. En España Farinelli, el divino castrati, había enamorado con su voz tanto a Felipe V como a Fernando VI. Carlos III, no muy inclinado a gozar con y de la música llegó a comentar, en un exceso cruel, que a él “los capones sólo le gustaban en la mesa”. El divino maestro se marchará a sus posesiones de Bolonia donde vivirá hasta su muerte admirado e idolatrado.

Mª Amalia de Sajonia nunca gozó de muy buen carácter para disgusto, sobre todo, de las damas de honor que se movían a su alrededor, a las que llegó a maltratar dándoles algún que otro cachete. Llegó a España desde Nápoles, dispuesta a reinar con muy pocas ganas, con un rey que la amaba profundamente, unos cuantos hijos, entre los que se encontraba el que sería Carlos IV, con varias cajas de cigarros habanos–le calmaban los nervios- y con la decisión firme de montar un Belén en Palacio, tal y como era habitual en Nápoles.

No sabía que lo que se conocería como el “Belén del príncipe”-en honor del futuro Carlos IV- sería el germen para que la tradición del Nacimiento se extendiese, primero entre los nobles y casi inmediatamente entre el pueblo.

Se puede decir, por tanto, que los nuevos monarcas fueron los artífices de la popularización del Belén en España. Además, contribuyeron a extender otro vicio nacional: ambos mostraban una gran adicción al tabaco, especialmente la reina, y hacían que desde América les remitiesen grandes partidas de estas hebras que componían los habanos. Consta-sirva como anécdota costumbrista- que la reina, al trasladarse a España para ceñirse la corona, además de gran cantidad de tabaco y el Belén, trajo consigo un cantidad ínfima de ropa interior, sin duda por la usanza existente entre la clase alta de cambiarse solamente una vez al mes. Toda la peste maloliente se solucionaba con afeites, perfumes y material de arrebolamiento. ¡Qué sería del populacho!

Mª Amalia de Sajonia era una mujer quejosa y protestona, difícil de sobrellevar. Ya se había mostrado así en Nápoles pero, en Madrid, ciudad que detestaba, se exacerbó su caprichoso y mal carácter, menos mal que, de cuando en cuando, con un buen puro habano lo sobrellevaba. Y si no, la caza era otro de sus tónicos relajantes.

Pero volvamos a lo nuestro, María Amalia de Sajonia, nada más llegar de Nápoles, colocó su Nacimiento en el palacio del Buen Retiro, donde se alojaba la familia real, introduciendo e inaugurando lo que, sin tardar, habría de ser un clásico durante las fiestas navideñas. Tal fue la repercusión y la acogida de este primer Belén que enseguida fue imitado por la nobleza y el pueblo, penetrando en la sociedad española esta costumbre sin hacer distinción entre las clases sociales. Todas gustaban de esta nueva moda que acabó siendo una de las tradiciones más arraigadas en las fiestas navideñas de cualquier familia española.

De Madrid no le gustó ni la ciudad, ni sus gentes, ni el tiempo de la capital, ni el palacio del Buen Retiro, donde se albergaba, incómodo y con las instalaciones anticuadas y deterioradas, pues aún no habían finalizado las obras del palacio Real; nada era de su gusto, salvo el impresionante edificio herreriano, mandado construir por Felipe II en El Escorial.

La salud de la reina Mª Amalia se resiente con facilidad; la fatiga y el cansancio la hacen desfallecer muy a menudo, contribuyendo a su empeoramiento tanto la gula y la fruición con la que comía, como su adicción al tabaco, sin olvidar la sucesión de partos, sin descanso, que había sufrido. Ante su precario estado de salud, la corte se desplaza el 26 de julio de 1760 a La Granja, para intentar, con sus aires, fortalecer y animar a una reina que nunca se encontró a gusto en España.

El estado de la reina se agrava, empeorando con los fríos y aguas de aquel fin de verano que debilitaron y afectaron aún más a su maltrecho aparato respiratorio. El 11 de septiembre de 1760, un año después de haber sido proclamada reina, se decide regresar a Madrid. Tras un penoso viaje, la soberana se meterá en cama y ya no se levantará jamás. Una vieja afección pulmonar, unida a otra hepática, la llevarán a la tumba.

María Amalia de Sajonia, la reina que jamás hizo nada por amoldarse al país donde reinaba, no tuvo mucho tiempo para renegar de todo lo español, ya que falleció el 27 de septiembre de 1.760. Ni tan siquiera la presencia del cuerpo de San Isidro en sus habitaciones, hasta donde se hizo llegar, por orden expresa de su devoto y enamorado esposo, Carlos III, para que obrara el milagro, pudo salvarla de su triste destino.

Al morir, a la edad de treinta y cinco años, no se había molestado aún en intentar aprender la lengua del país en el que reinaba, ni había hecho ningún esfuerzo por integrarse.

“Para acostumbrarme a este país creo que no bastaría toda mi vida.”

Su mayor legado fue habernos dejado la tradición navideña del Nacimiento.

Juan Francisco Quevedo

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UNA MIRADA A ESTE TIEMPO NUESTRO-Juan Francisco Quevedo

Ya está aquí mi nuevo libro de poemas, Una mirada a este tiempo nuestro, publicado por la editorial Libros del Aire. Con ilusión, a punto de presentarse.

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Rasgos y retazos 1-Juan Francisco Quevedo

Somos volátiles

hojas de un libro en blanco

que el azar mueve.

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RAFAEL FOMBELLIDA-MI LADO IZQUIERDO- Juan Francisco Quevedo

RAFAEL FOMBELLIDA

MI LADO IZQUIERDO (EDITORIAL RENACIMIENTO, 2021)

RAFAEL FOMBELLIDA

MI LADO IZQUIERDO (EDITORIAL RENACIMIENTO, 2021)

Hay poetas a los que uno tiene una especial devoción no solo por la pulcritud de su trayectoria sino, y también, por su manera de entender la creación poética. Es el caso de Rafael Fombellida, una de las voces más importantes e interesantes del panorama poético en español.

Su nuevo libro, “Mi lado izquierdo”, una antología poética en edición de Xelo Candel Vila, ha sido publicado por la Editorial Renacimiento. Se presenta con una selección cuidada y precisa de la poesía de Rafael Fombellida que abarca, ni más ni menos, que treinta años de un feliz periplo poético. Un libro imprescindible para los que amamos y conocemos su poesía y un libro perfecto para aquellos que quieran iniciarse en ella.

Artífice de una poesía muy característica y personal, el autor suele partir del desorden más absoluto, lo que el poeta denomina el daimon, esa fuerza que tiende y señala hacia lo oscuro, hacia las tinieblas interiores. Una vez analiza y descifra lo que esconde, con el misterio inherente a su poesía, lo intenta llevar hacia el orden, hacia la claridad.

No me resisto a comparar su poética con el concepto físico de la entropía, una medida del desorden molecular en la que la temperatura, un incremento de la misma, es responsable de provocar un desorden que aumenta proporcionalmente a medida que aumentan los grados y viceversa. Partiendo de ese gran caos que el autor interioriza, a través de una meditación filosófica directa, que refleja y proyecta en la escritura, el poema llega al lector sin grandes ambages ornamentales y avanzando, como si la temperatura fuera decreciendo, hacia su esclarecimiento. Siguiendo con el símil de la entropía, el poeta consigue bajar la temperatura hasta aproximarse a esos cero grados Kelvin en los que el valor físico de este concepto sería cero y el poema una realidad plausible y palpable. Es decir, a lo largo del desarrollo del mismo consigue proporcionar progresivamente algo de luz al lector. De tal manera que se acerca a lo que hasta la fecha es un imposible, lograr una temperatura tan baja-próxima a esos cero grados Kelvin-. Ahí, en ese punto, y fantaseando con la física, de alguna manera se conseguiría la inmortalidad ya que, si se pudiese alcanzar ese valor, el desorden molecular sería cero y la inmortalidad un hecho teórico. En este caso, en el caso de la poesía de Rafael, hablamos de conseguir poemas definitivos, próximos a ese valor. Poemas que ya nunca se volverán a revisar y que quizás alcancen la inmortalidad, aunque no valga para nada. En cualquier caso, podemos afirmar que en su poesía las meditaciones filosóficas van en un sentido aclaratorio, es decir, hacia iluminar el poema con el brillo de esa interiorización del caos.

Nos pueden bastar dos ejemplos para darnos perfecta cuenta de la grandeza del planteamiento poético de Rafael Fombellida.

Violeta profundo es un libro escrito a lo largo de dos años, 2009 y 2010. De un recuerdo amargo, ocurrido en un pequeño instante, surge el poema “Matinal de domingo”. El poeta se escruta y se mira a sí mismo reflejado en el azogue de los muertos familiares que le precedieron. Y lo hace sin dramatismos, con pinceladas de buen humor.

“Yo diseñé la labra de su lápida

y le mandé grabar nombre y dos fechas.

Ya sabes, entre ellas, los días fueron suyos.”

Di, realidad es el libro que precede a “Mi lado izquierdo”. Contiene poemas escritos entre los años 2011 y 2014. El poema “Nadadores” se inicia con una confesión paterna de agotamiento. Ha nadado junto a su hijo y en un momento dado ha tenido que rendirse ante el empuje del joven. Ese cansancio es la metáfora perfecta del relevo generacional familiar. No es una competición deportiva sin más; el poeta va mucho más allá; está asistiendo al crecimiento personal de su vástago en busca del conocimiento. De alguna manera ve en él esa proyección en alza e intuye que, como padre, comienza a ocupar un espacio que sin tardar mucho le corresponderá a él. Y lo hace siempre con una mirada tierna y complaciente hacia el hijo. Un espléndido poema.

“Soy el padre de un hombre, un hombre grave, meditativo, oculto,

que se gobierna con pericia mientras cabe pensar

que su mano, ya enorme, clausurará mis párpados como se sella un

       ataúd de plomo.”               

“Mi lado izquierdo”, de Rafael Fombellida, con una edición clásica e impecable de Editorial Renacimiento, es un libro necesario y una muestra concluyente de un poeta imprescindible.

Juan Francisco Quevedo

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MEMORIA DE UN TIEMPO XVIII-Juan Francisco Quevedo

Ernesto, Che Guevara, y Fidel Castro

XVIII

FIDEL CASTRO

Fue un martes de un mes de enero, allá por 1.959, tal que un día seis, en que, recién llegados de su rodar por Sierra Maestra, Fidel y Ernesto – aquel médico asmático que, desde Argentina, había ido a hacer, a golpe de fusil e inhalador, la revolución- tomaron La Habana. Estos comandantes, barbudos y desaliñados, celebraron la noche de Reyes bailando en los salones presidenciales al ritmo sincopado de la metralla que conllevaba la revolución. Es de suponer el consiguiente disgusto que aquellos bailes, de salsón caribeño, acarrearon a Don Fulgencio Batista y a toda su corte de oropeles, una corte de los milagros nada descuidada, ni en sus excesos ni en sus cuentas corrientes. Esta caravana -nada desamparada- de la opulencia, tamizada por el chino del esperpento yanqui, se hacinaba, ahíta de caderas mulatas y satisfacción burguesa, en los casinos y cabarets de toda Cuba. En sus manos, los billetes de cien dólares hacían las veces de improvisados cerillos con los que prender los imponentes cigarros puros que extraían de sus tabaqueras de piel. Entre tanto, una hermosa trigueña negra, de arrubiados cabellos y de ojos bellamente rasgados, entre bocanada y bocanada, se los sostenía por una mísera y cuantiosa propina.

En aquellos tiempos de mano dura y tente tieso, los negritos cubanos, como en una nueva Oda al Rey de Harlem, se uniformaban, día tras día, de dignos esclavos al servicio de una clase despreocupada. Estaban todos ellos a punto de llevarse, al ritmo carnavalesco de las barras y las estrellas, una patada en el centro mismo del trasero. Después, tras ser arrojados al mar, el buen clima de Miami sería su nuevo y cálido destino. La verdad es que no perdían ni tanto.

Es por el silencio sapientísimo

cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua

las heridas de los millonarios

buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre

     El rey de Harlem. Federico García Lorca (Poeta en Nueva York)

Pero, otros, sí que perdieron. Perdieron hasta la camisa que llevaban encima. Fidel les puso en la escalinata de un avión desde donde, por última vez, miraron la isla de sus amores y pesares. A los que se quedaron no les fue mucho mejor. Lo único que ganaron, además de una camisa, fue poder inundarse de luz caribeña todos los amaneceres. Pero, al fin, todos ellos-estos sí- perdieron. Tanto los que se fueron como los que se quedaron.

Las barbas de Fidel, envueltas en el verde oliva de la revolución, no se afeitaron, ni tan siquiera consiguieron arrancarle un pelo, cuando se dirigió a territorio comanche. Desde el corazón de Harlem, en el hotel Theresa, Castro nacionaliza hasta el uniforme del negro que le abre la puerta, por supuesto en homenaje al poeta granadino, redivivo en este lorquiano personaje.

Ni Estados Unidos, ni el capitalismo, ni toda esa patraña imperialista… y así más de cuatro horas en una O.N.U. perpleja y hastiada, adormecida y desentendida, ante la diarrea verborrea de este barbudo con piel de aceituna. Sólo los desaires, aspavientos, puñetazos y zapatazos de un jocoso Nikita despiertan a este envarado auditorio de su aturdimiento ensimismado.

Tras encasquillarse en su hotel americano, Fidel se enquistaría, y ya por siempre, en su Cuba natal, rodeado de misiles anti-todo: antirevolución, antipersonas, antiintelectuales molestos, anti… y así, inmerso en su paranoia anticapitalista y en su mascarada no alineada, llegó a encerrar, cuando no ejecutar, a disidentes políticos, a enfermos de SIDA, a poetas engorrosos, a jóvenes sospechosos… Nikita, su gran mentor, aunque sólo se le recuerde por el día que se quitó el zapato en la O.N.U., al menos despojó de la máscara -después de muerto, eso sí- al aún temido Stalin, autor material e intelectual de las purgas masivas. Luego vendría lo que se dio en llamar depuración y, por último, el revisionismo, que a punto estuvo de acabar, con la excusa de renovar, con la dirección de todos los partidos comunistas de su órbita. Una vez depurados, purgados o revisionados, nunca se volvía a saber de ellos –Un muerto es una tragedia, un millón de muertos es sólo una estadística, decía un Stalin que sabía mucho de eso-. Desaparecían hasta de las fotos oficiales. Y si hacía falta se les perseguía por medio mundo, y si no que se lo digan a Liev Trotski -el de la revolución permanente-, que vivió escondido y retirado como una Egipcíaca y murió asesinado en México, a manos de un español enviado por Stalin, Ramón Mercader, al incrustarle un piolet en el cráneo.

Tú tienes dos ojos,

pero el partido tiene mil

                                     B. Brecht (Oda al partido)

En aquellos años de revolución y fe ciega en el comunismo soviético, los cubanos, con Raúl y Fidel a la cabeza, cambiaron la madre patria por la madre Rusia, a Dios por la santería, a Tropicana por las jineteras y al coco y al hombre del saco por el capitalismo infame. Y hubo un tiempo en que, de alguna manera, muchos creyeron en ellos, claro está hasta que fueron cayendo, como cayó -e hicieron callar-, Eloy Gutiérrez Menoyo y otros comandantes, que aquella revolución, dispuesta a acabar con la dictadura de Batista, para dar el poder y la voz al pueblo, no era más que la finca del comandante en jefe. Allí ya no se volvió a oír otra voz que la de Fidel y, en ocasiones, durante más de ocho horas seguidas, durante las tediosas arengas que el sufrido pueblo asistente tenía que soportar a pie firme. Y sin rechistar y con desmayos por doquier. Y, ya se sabe, las culpas de todos los males siempre son ajenas, sobre todo si emanan del poder, si tienen su origen en él. Y cuanto más omnímodo es el poder, mayores son las culpas de los demás. Sólo hay que leer a John Milton:

Ángel que ha cegado los ojos del pueblo, les echa en cara su ceguera

Eloy Gutiérrez Menoyo y Fidel Castro

Y así fueron pasando los años mientras envejecíamos con el incombustible comandante. El caso es que cuando empezábamos a creer, de veras, en Fidel como en un ser inmortal, se fue de este mundo, como todos. En fin, se marchó hace unos años y aún está esperando que la historia le absuelva. Probablemente esperará una eternidad.

Fidel Castro

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MEMORIA DE UN TIEMPO XVII-Juan Francisco Quevedo

Andy Warhol, Elisabeth Taylor (Art Institute of Chicago)

XVII

EL POP-ART, ANDY WARHOL Y OTROS MÁS

Hace noventa años, un lejano seis de agosto de 1928 nacía en Pittsburgh el que estaba llamado a romper los tradicionales circuitos del arte contemporáneo. Y no lo conseguiría hasta aquel remoto año de 1962. En esa fecha, un albino un tanto vicioso y de gustos efébicos, según cuentan los maliciosos, popularizó en una lata de sopa el sueño del arte de Marcel Duchamp: Trivializar lo cotidiano. Y, en el fondo, lo mismo se llega a esa máxima a través de un urinario público, expuesto en la sala de una galería, que publicitando latas de comida en un lienzo. El camino para este pintor de la modernidad, Andy Warhol, probablemente se iniciara durante su paso, como trabajador veraniego, por unos grandes almacenes. Tal vez ahí, entre maniquíes y carteles anunciadores, surgiese su pasión por plasmar el mundo del consumo y la publicidad.

En el mismo año de 1.962, y por caminos distintos y casuales, Roy Linchestein, tras dejar a un lado el expresionismo intelectual de Pollock, de Kooning y de tantos otros, que había imperado durante las dos últimas décadas, comienza sus pinturas de tiras de cómics y su famoso retrato de George Washington; de esta manera ambos convergen en la popularización de la pintura uniéndose al movimiento del Pop-art, que ya despuntaba con fuerza desde mediados de los cincuenta, a través de artistas como Jasper Johns, con su celebrada obra Tres banderas y Richard Hamilton, el cual, en un collage fotográfico, del año 1.956, hizo aparecer, por vez primera, la palabra pop. Tal vez fuera el origen de todo y la causa primigenia para que todo se mirara de una manera divertida y aparentemente casual. Linchestein fue, tal vez, el que cargó de ironía sus telas, acercándose con humor a la manera de vivir americana -american way of life-. Tanto la sociedad, como sus personajes, eran retratados con pinceladas de sarcasmo bien administradas, como si de una sordera interesada se tratara.

Jasper Johns, Tres banderas

Junto a la banalización que nos trae el consumismo y la televisión, aparece este innovador y transgresor estilo de arte, innovador y transgresor tanto en la manera de entender el entorno como en la de aproximarse a esta nueva sociedad de la comunicación y los medios audiovisuales. El pop-art parece nacer como un nuevo medio de consumo para una nueva cultura, básicamente urbanita. En cualquier caso, no fue más que el antecedente del espíritu de los tiempos de comercialización mediática que se avecinaban, y que no harían más que acrecentarse con el paso de los años. El sueño de cualquier ciudadano anónimo, ya lo dijo Warhol, no era otro que ser famoso durante 15 minutos. Tal vez, si Rimbaud siguiera entre nosotros se reafirmaría en aquella nota que dejó sobre el manuscrito de Una temporada en el infierno: Ahora puedo decir que el arte es una tontería.

Richard Hamilton, collage fotográfico, 1.956

Warhol hizo del arte, no cabe duda, un gran negocio, llegando a tal extremo, que los proyectos sólo le parecían verdaderamente interesantes si le aportaban dinero, mucho dinero. Pero el pop-art va mucho más allá de Andy Warhol.

El hombre se refugia-como pensaba Schopenhauer-ante las embestidas rutinarias del día a día, ante el vacío que nos provoca su run-run, en el arte y en la ciencia. Es la manera que tenemos de escapar de nuestras apreciaciones, necesariamente objetivas y, a veces, angustiantes, ante la vida diaria. En definitiva, es nuestra manera de desconectar de todo aquello que nos es inevitable. El arte y las ciencias, tanto las humanidades como las técnicas, se convierten en una liberación para el ser humano. En este sentido, el pop-art-por acercarnos a lo cotidiano-, es una manera cínica de aproximarnos a esa realidad nueva en la que, en esta década, se empieza a ver inmerso el hombre del siglo XX. En el fondo, se puede ver este arte como una reacción, como un acto de rebeldía frente al consumismo que tiñe nuestras vidas; claro está, desde una visión irónica y liberadora. Y, por supuesto, no exenta de un componente imprescindible y paradójico, justamente aquello que pretende criticar-desde la sonrisa cómplice-, es decir, el mercado. En resumidas cuentas: se hace arte para consumir. Y, además, se hace criticando irónicamente el consumo, es decir, criticando aquello para lo que se crea. El colmo de la contradicción.

Estoy harto de esta vida de habitaciones amuebladas.

Estoy harto de tener gripe y dolores de cabeza.

Conoces mi extraña vida: Cada día trae

su cuota de ira…

                                                             Delmore Schwartz (Baudelaire).

Warhol, Campbell soup (1962)

El pop-art tiene la cualidad de estimular fácilmente los sentidos y, por ello, ser capaz de acercarse a aquellas personas que jamás se han interesado por el arte y sacarlas de su inopia. Se aproxima a la gente común a través de objetos y personajes que le son conocidos y cotidianos. Por ello, consigue penetrar en todas las capas sociales. Convierten el arte y lo artístico en un lugar común, en un espacio para compartir, alejándolo del teórico elitismo en el que se encontraba. Con su fuerza expansiva, acaba arrinconando al expresionismo abstracto de Pollock y Barnett Newman a las frías, y casi vacías, salas de los museos. Con él, es innegable, se instala cierta vulgaridad en el panorama artístico y, tal vez por esa causa, aunque no lo creo, Nueva York se convierte, desplazando definitivamente a París, en la capital artística del mundo.

Andy Warhol

En cualquier caso, fue Warhol quien se llevó el gato al agua y se convirtió en el tótem underground de la modernidad. Desde su famosa factoría salieron iconos que todavía hoy funcionan en el ámbito popular, baste recordar sus retratos de celebridades del cine, como Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe, tan sumamente imitados. Probablemente desde su tumba se remueva al contemplar el negocio que ha generado y que ya no puede controlar, ni disfrutar. Pero su aportación no se quedó exclusivamente ahí, sino que exploró además en otros ámbitos, inclusive en el difícil mundo del rock. Desde su factoría salieron los primeros Velvet que, como Andy, nacieron con vocación de marginalidad alternativa y después, como todos, acabaron absorbidos por la industria. Lou Reed, John Cale y aquella modelo de la que todos nos enamoramos, y que además cantaba tan bien, Nico, pasearon su desencanto por todos los circuitos alternativos de Nueva York y de Estados Unidos. Nico, esa valquiria hierática en el escenario, destrozó corazones allá por donde fue y, desde su fresca hermosura, todos soñaron, soñamos, con ennoviarla o cuando menos con acompañarla y, así, sentirnos redimidos por sus atenciones, quizá por su ternura, como se redimió Fausto a través del amor de Margarita:

al cielo nos conduce el eterno femenino.

                                                               Goethe(Fausto-Acto V).

Roy Lichtenstein

Todos ellos pronto se desembarazaron del dios blanquecino y, a su vez, Lou Reed pronto se desembarazó de Cale-no confundir con el autor de Cocaine, J.J. Cale, esa canción que todos creen es de Eric Clapton- y poco después también se desembarazó de la banda, The Velvet UndergroundSweet Jane-, y se introdujo por el lado más salvaje del camino-Walk on the wild side-, destilando melancolía, dejando resbalar las palabras como jamás nadie lo haya hecho. Dicen que la heroína-Heroin– estuvo a punto de matarlo pero lo cierto es que aún duró lo suyo, más lúcido que nunca, como un intérprete de rock animal, persiguiendo un sueño tal vez inalcanzable, un sueño cada vez más alejado del suicidio que cuando publicó Berlin, su particular calvario. Sus letras destilan lirismo descarnado. Lo mismo da que retrate Nueva York o que haga un viaje al interior de su alma. Él siempre, tal vez a su pesar, sale victorioso:

El futuro es igual para todos.

Lo encaramos como podemos

y no hay nada malo en tener miedo;

eso sólo prueba que eres hombre.

                                                   Lou Reed, Deshechado

De esta manera, tontamente, entre el beso que nos mandaba Roy desde el acrílico de sus lienzos y el Elvis disparando, ¿a quién?, tal vez a sí mismo, Warhol se convirtió en el representante más conocido y, sobre todo, más mediático del Pop-art y, con él, tuvo lugar la mayor popularización, y tal vez trivalización-como soñó Duchamp-, del arte. Warhol siempre estuvo unido al mundo del rock, en especial al mundo de los rock-stars. Con David Bowie-Space Oddity– ideó una multivariedad estética que convirtió al rubio y afilado cantante en un auténtico camaleón. Lo mismo se convertía en una estrella del Glamp-rock que iba al Space-rock, pasando por la mímica silenciosa, no podía ser de otra manera, de un maestro como Marcel Marceau. Y todo ello pareciendo artistas diferentes.

Marcel Duchamp

Con Mick, por supuesto Jagger, mantuvo una interesante relación de la que hoy nos quedan sus retratos. El archiconocido anagrama de la banda más longeva de la escena, The Rolling Stones no es de Warhol por más que así se crea. Apareció en el interior de la portada de Sticky Fingers, que sí era obra de Warhol, mientras que los famosos labios habían sido concebidos por Pasche, inspirado en la lengua y la boca abierta de la deidad hindú Kali. Todos identificaron a Morritos Jagger, como se conocía al cantante de R. S., con esa poderosa y desafiante lengua que, aún hoy, se burla un poco de todo bicho viviente y, además, es el inconfundible sello de los ya geriátricos Stones.

No existe gran ingenio sin algo de demencia.

                                                                                 Aristóteles.

Warhol, en sus modelos, solía buscar gente que se moviera por los llamados circuitos alternativos-underground-, al menos supuestamente, pero ya nada era lo que parecía. Lo cierto es que, tanto él como sus figurines, pronto dejaron de ser marginales para convertirse en sencillamente extravagantes y simplemente sugerían seguirlo siendo como vitola de modernidad y vanguardismo-eso siempre vende-. También, a veces, iconizaba y entronizaba muñecas rotas, como es el caso de Norma Jean, Marilyn Monroe, la niña desvalida que, una vez muerta, creció hasta convertirse en mito y que, en vida, no fue más que un ser humano condenado a una muerte ¿intencionada? por sobredosis de barbitúricos. Esta linda corista que conquistara a un príncipe imaginario, en la fantasía del cine, y a un rey del escenario como Laurence Olivier, tuvo que conformarse en la vida real con ser amante de un presidente y esposa de un dramaturgo-Arthur Miller- que condenó al pobre Willy Loman, viajante de profesión, a tener que morir una vez que había acabado de pagar la hipoteca de una casa que, entre otras cosas, le había consumido. Esta chiquita, que consiguió subirse al tren de Billy Wilder-Nadie es perfecto- en marcha, mientras el vapor de la máquina azuzaba sus piernas entre unas alocadas faldas que, con la colaboración de las cálidas rejillas de los metros, descubría sus encantos más íntimos, desnudaba su alma entre las canciones sensuales que un agobiado Joseph Cotten escuchaba de sus perniciosos labios en Niágara. Esta pobre Norma Jean acabó pasando de las catacumbas ocultas de la Casa Blanca, donde acudía en traje de fiesta, al frío mármol de una morgue, donde acudió, por primera y última vez, sin más sudario que el de la sábana que le pusieron tras la autopsia. Murió como dormía: desnuda. Sólo que sin sus gotas de Chanel número 5.

Caminar a la muerte no es tan fácil, y si es duro vivir, morir tampoco es menos.

                                                                                             Luis Cernuda

Él, que había sido un niño enfermizo, que había pasado una gran parte de su infancia en la cama, dibujando y recortando fotos de estrellas del celuloide, él, tan hipocondríaco, tan temeroso de todo lo que oliera a hospital, caminó al encuentro con la muerte un 22 de febrero de 1987. Una aparentemente inocente operación de vesícula, fue el detonante. Fue enterrado en la ciudad donde nació-Pittsburgh-, junto a sus padres, con todo el boato con el que había vivido, en un féretro de bronce macizo, con un elegante y negro traje de cachemir, que contrastaba con su piel blanquecina, con su peluca en un tono argenta y con esas gafas de sol a las que se vio condenado de por vida. Por no faltarle, no le faltó ni un sofisticado frasco de colonia, Beautiful, de la firma Estée Lauder.

Le dieron sepultura con la misma pompa con la que se había acostumbrado a vivir. Sólo que no la pudo disfrutar; nada le eximió, ni siquiera la inmensa fortuna que había acumulado en vida, para rendir otro tipo de cuentas. Tarde o temprano, la muerte a todos nos la cobra por igual enrasándonos para siempre.

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CUADERNOS DE HUMO TREINTA Y TRES- ESTE TIEMPO NUESTRO-JUAN FRANCISCO QUEVEDO

Cuadernos de Humo, la revista poética editada por el poeta Hilario Barrero, dedica este último número monográficamente a hacer un pequeño recorrido por mi poesía y por mi manera de entenderla, así como alguna reflexión sobre este tiempo nuestro. Querido Hilario, querido poeta y amigo, muchas gracias por ello. Para definirlo nada mejor que la introducción que hace HB:

Si El sedal del olvido, el último libro de poesía de Juan Francisco Quevedo estaba hecho con pólvora enamorada, sedal de plata y poesía de verdad, su obra polifacética está construida con honestidad e integridad en la prosa, lealtad a la poesía y dedicación a la vida. Su poesía rescata historias, momentos, vidas, es “un refugio y un bálsamo ante las pérdidas inevitables, ante la enfermedad, ante los desasosiegos y desilusiones”. Leer al poeta es entrar en el reino de la emoción, donde el hielo arde el sentimiento y el fuego le da vida a la razón. Este nuestro tiempo recoge poemas, prosa y dibujos, (así como una entrevista) que nos dan una visión de la obra de Juan Francisco Quevedo. Una muestra luminosa que enriquece la trayectoria de Cuadernos de humo. Entren en este tiempo de Juan Francisco que es también nuestro tiempo, sientan el fogonazo del amor, el ruido del mar, la fuerza de la familia, la luz melancólica de la ciudad y la nostalgia de sus dibujos. Para celebrar que el nacimiento de un niño ha enriquecido la familia Quevedo y ha hecho abuelo al escritor se edita este Cuaderno de humo en el mismo país donde nació y crece el nieto. Que sirva de recuerdo.

            A continuación os dejo el enlace por si queréis descargarla en pdf y echarla un vistazo.

ENLACE PARA DESCARGAR EN PDF:

Bahía de Santander
Casa familiar de La Cavada (Cantabria)
Autorretrato

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MEMORIA DE UN TIEMPO XVI-Juan Francisco Quevedo

“The Freewheelin’ Bob Dylan” es el segundo álbum de estudio del músico, publicado en el año 1963. Pasea con su novia por las calles de Nueva York, por la esquina de Jones Street y West 4th Street en Greenwich Village. Estaban a tan solo unos metros del apartamento donde vivían.

XVI

BOB DYLAN

Recuerdo 1974 como el año de mi primer disco, el primero que compraba con mi voluntad, la mucha y variable que se tiene a los catorce años. Después de pasar por los almacenes Simeón, me decidí a entrar en Simago y después de mirar y mirar-no es fácil decidir en qué se gasta uno el dinero cuando casi no le llega-, salí con dos LPs bajo el brazo. Uno era el Abbey Road de los Beatles y el otro el Nashville Skyline de un joven Dylan que desde la portada nos saludaba con su sempiterna guitarra, a golpe de sombrero. Ese fue mi primer encuentro con el cantautor americano. Y el último, y único, con el mito, lo tuve hace más de veinte años, cuando le fui a ver en directo. Y he de confesar que fue un poco tarde; salí decepcionado del concierto y de la banda que llevaba. Decidí entonces que a los héroes vivientes es mucho mejor leerlos, escucharlos y hablar de ellos que frecuentarlos.

Bob Dylan, Nashville Skyline

Pero el caso es que después, cuando uno creía que de Dylan ya se podía esperar poco, va y le conceden el Premio Nobel de Literatura. Cuando me enteré, lo primero que pensé es en lo que dirían todos esos muchachos que se movían al ritmo de sus inquietudes y de su música. Y qué será de aquel joven que mientras se bailaba el twist en el neoyorquino Peppermint Lounge ya golpeaba y llamaba, con la fuerza de una armónica, a las puertas del cielo.

Gentes, donde quiera que estéis,

reuníos aquí

y admitid que las aguas han crecido

y que pronto estaréis

calados hasta los huesos,…

… Porque los tiempos están cambiando

                                                   Bob Dylan (The times they are a-changin´)

Cuántas cosas pasaron en aquel lejano 1961; los tiempos empezaban a cambiar. Y de qué manera.

Pero si el 61 fue el año en el que Dylan se decidió a dar el gran paso y abandonar el pueblo buscando horizontes, 1.963 es el año en el que Dylan, a través de los que le versionaban -Peter, Paul y Mary-, apareció en las listas de éxitos y, a consecuencia de ello, su mensaje comenzó a resonar en las conciencias de todos los que esperaban -incluso desde la inconsciencia de la edad- algo distinto, algo bueno y algo realmente nuevo. Aunque se diera la paradoja de que llegara con un sabor tan rancio como la música tradicional y, para rematarlo, además, aún sin electrificar. Aquel hombre, aquella música, llevaba en sus tuétanos el bagaje y la experiencia de los que han dormido en la calle.

El hombre, para ser hombre,

necesita haber vivido,

haber dormido en la calle

y, a veces, no haber comido.

                                             Antonio Machado (Juan de Mairena)

Todo daba igual, aquello no era lo de antes, ni lo de siempre, aquello sonaba realmente bien, sonaba a verdad y decía lo que muchos esperábamos que alguien algún día dijera. En cualquier caso, para proporcionar intensidad y decibelios ya estaba el rock y, sin tardar y con una gran controversia, el mismo Dylan se apuntaría al sonido enloquecido y eléctrico de una buena banda. Eran años en que los jóvenes sólo anhelaban disfrutar del presente, olvidándose de todo lo restante. Además de un compromiso hacia los demás, existía un componente epicúreo y lúdico en todas sus acciones, así como una necesidad de agotar todas las posibilidades que la vida te brindaba, sin pensar que hubo un ayer ni que habrá un mañana. Sólo importaba vivir -haciéndolo a fondo- el momento presente. Un Dylan, cargado de poesía, nos deleita con este hombre de la pandereta, una canción que pronto alcanzará lo más alto de las listas en la versión de los Byrds.

Sí, bailar bajo el cielo de diamante,

agitando libremente una mano,

silueteado por el mar, rodeado por arenas de circo,

con todo recuerdo y destino profundamente hundido bajo las olas.

Deja que olvide el hoy hasta mañana.

                                                                       Bob Dylan (Mr. Tambourine man)

Pronto llegará su segundo disco eléctrico, en el 65, Highway 61, un sentido homenaje a la ruta que le conducía desde su Minessota natal a la ciudad más musicalmente enraizada de toda América, Nueva Orleáns. En este disco, una memorable canción, Like a rolling stone, se convirtió en un himno generacional, representando a todo el movimiento cultural surgido en esta década.

¿Qué se siente? ¿Qué se siente?

al estar sin un hogar,

como una completa desconocida,

como un canto rodante.

                                               Bob Dylan (Like a rolling stone)

Un año más tarde aparecería un disco imprescindible, una obra maestra. Representa en la música moderna lo que Bécquer o Garcilaso en la poesía; un antes y un después. Junto al Sgt. Pepper´s de los Beatles, al Pet Sounds de Brian Wilson -líder de “The Beach boys”- y, quizá, también al Affermath de los Stones, en su primer disco compuesto íntegramente por ellos –Paint it black-, Blonde on blonde es el disco más influyente, en cuanto a lo que supuso de cambio, de toda la historia de la música rock. Dylan lo grabó en Nashville, donde años más tarde regresará al folk, con una voz casi de crooner y con canciones como la bellísima Girl from the North Country, que interpretará junto a un mito de la música americana, Johnny Cash. En aquel lugar gestó todo el disco, allí logró encontrarse consigo mismo y con la suficiente inspiración como para componer obras claves. Y lo hizo junto a grandes músicos, como Al Koper y Robbie Robertson. En el disco están desde la archiversionada -recuerdo a Nina Simone- Just like a women hasta la hermosa canción de amor que dedicó a su mujer, Sara, Sad-Eyed Lady of the Lowlands.

Este héroe de la contracultura, aspirante al Nobel de Literatura, nunca volverá a llegar tan lejos, ni tan siquiera en el día de hoy, en el día en que ya un premio Nobel de Literatura luce en sus estanterías.

Bob Dylan y Johnny Cash

Me asaltan los recuerdos, a la velocidad de golpeo del teclado, y de repente veo a Bob Dylan y a Joan Baez, como almas gemelas, en el Festival de Newport, formando la pareja más envidiada del universo sesentero. De alguna manera, durante años, formaron un dúo de hecho que, tras distanciarse en el tiempo, se volvieron a ver las caras, por los ochenta, como si nada hubiera pasado, en un multitudinario concierto en París, en el que Dylan lucía, como un viejo corsario, un pañuelo atado en la cabeza que no hacía sino resaltar su, de por sí, prominente nariz que, como ya dijera Quevedo de un cura narigón, pareciera ser de la familia Nasón.

Tras Newport, Bob prefirió seguir su vida, llena de crisis y altibajos, salpicada por alguna que otra iluminación mística, pariendo temas inolvidables, donde los perdedores de la vida se rehabilitan; baste recordar la maravillosamente clásica canción, de título Huracán, sobre la injusta condena a un púgil negro. Joan, por el contrario, prefirió no encerrarse en sí misma y abrirse a la vida de otras gentes, de tal modo que lo mismo aparecía en un concierto a favor de la paz que en cualquier reivindicación, lo mismo daba que fuera por la igualdad racial que contra el uso del Napalm en Vietnam. Y, ahí sigue; de hecho, en los noventa, aún tenía fuerzas para encaramarse encima de un árbol centenario y protestar por la tala indiscriminada y la deforestación del planeta. Eso sí es poseer un espíritu combativo desde el que, a pesar de esta perra existencia, sigue dando Gracias a la vida y, nosotros, seguimos dando gracias de que existan aún personas en las que el espíritu bondadoso y beligerante no decae a pesar de las arrugas que el tiempo se encarga de dejarnos, tanto en el cuerpo como en el alma.

Bob Dylan y Joan Báez

Y no sólo fue Dylan, aunque fuera el principal abanderado a su pesar, fue la música y su poder de rebeldía la que cautivó a la juventud; no cabe duda que aquella música bestial, alocada y apasionada, como los poemas de Pushkin, nos absorbía provocándonos los mismos movimientos del alma que a los grandes románticos rusos. Y no sólo fue Dylan, fue la época a la que pertenecieron. Una época durante la cual la música, fuera de los Stones -Agamenón- o de su porquero, era una bandera tras las que se iba a la búsqueda de la verdad, por muy efímera y subjetiva que fuese.

Hoy, con la concesión del premio Nobel de Literatura a Robert Allen Zimmerman, más allá de las polémicas literarias, condecoran a todas aquellas generaciones que impulsaron un cambio social cuyo influjo aún perdura. Y, por supuesto, a las letras y a la poesía de este juglar de cualquier tiempo.

Hagamos un análisis de la concesión de este premio.

En el año 1995, tras la concesión del premio Nobel de Literatura al poeta irlandés Seamus Heaney, se empezaron a producir los primeros movimientos para que el galardón fuera otorgado en ediciones futuras a Bob Dylan. Cuando al año siguiente recayó el premio en la poeta polaca Wislawa Szymborska, las voces a favor del icono de los sesenta llegaron desde todos los ámbitos, pero aún tuvieron que esperar veinte años para ver cumplidos sus deseos.

No todo fueron peticiones y opiniones favorables ya que, junto a la crítica norteamericana, muy identificada con los testimonios que llegaban desde diferentes y prestigiosas universidades, emergían ecos un tanto destemplados, fundamentalmente desde Europa. Se generó una polémica, a la que han asistido atónitos una gran parte de los intelectuales americanos que, con la concesión del premio, no ha hecho sino reavivarse. Curiosamente, la vieja Europa, literariamente hablando, se rasga las vestiduras frente a la puritana herencia anglosajona. El mundo al revés. Sirva de botón de muestra para corroborar la estupefacción provocada por estas críticas intemperantes las declaraciones del premio Príncipe de Asturias de las Letras, evento que coincidió con la concesión del Nobel a Dylan. Cuando se le ha preguntado al prestigioso escritor estadounidense Richard Ford por lo que opinaba sobre la concesión del Nobel de Literatura a Dylan, sólo ha acertado a decir, incrédulo ante la inesperada pregunta:

Si lo de Bob Dylan no es literatura, ¿qué es literatura?

Sin duda, le cuesta entender a alguien como él, procedente del mundo universitario y periodístico del otro lado del mundo, amén de coetáneo del cantautor americano, que se dude de la altura lírica de los poemas-canciones de Dylan.

Quizás a una parte, centrémonos en España, de nuestra intelectualidad, el nombre de Dylan les suene tan lejano a su acervo cultural como sonaban a nuestros recientes antepasados los ecos del mayo del 68 cuando lograron traspasar el cordón sanitario que impuso el franquismo. Aquel muro de contención se instaló en los Pirineos, al igual que hicieran los gobiernos de Carlos IV, con Floridablanca a la cabeza, para evitar que las ideas de la revolución francesa contagiaran y contaminaran el puro pensamiento patrio. De alguna manera, fueron igual de efectivos, ya que si no rodó en ninguna plaza pública la cabeza de ningún noble, tampoco llegó a impregnar el movimiento estudiantil parisino el pensamiento de aquella sociedad pacata y dirigida, de la cual somos herederos. Y lo mismo que a los españoles, como sociedad, nos faltó una pasada por la revolución francesa y su guillotina, también nos faltó un poco del espíritu de Berkeley, cuna del movimiento hippie, y de La Sorbona, origen del mayo del 68.

Y no fue sólo eso, nos faltó, sobre todo, esa capacidad de las sociedades jóvenes, como la americana, para asimilar lo nuevo, en todos los sentidos. Cuesta desprenderse de la carga obsoleta que nos pone el tiempo a nuestras espaldas como peaje de una sociedad vieja que se constituye en guardián de un tiempo caduco. Muchos se sacudieron esos prejuicios de encima pero otros -hoy lo vemos en los desmanes surgidos para vilipendiar la figura de Dylan- anatemizan sobre sus méritos, cuando no hacen rechifla de su obra y persona. Al escucharles, pareciera que se vaya a derrumbar el cielo sobre nuestras cabezas ante tamaño despropósito. Siempre ha habido y habrá gente con mayores merecimientos que los galardonados, presentes y futuros, a los que nunca se concederá la distinción literaria. Pero eso tampoco es culpa de Dylan, por mucho que se empeñen.

Rodaje de Pat Garrett & Billy the Kid, con una banda sonora de Dylan, donde se incluía Knockin’ on Heaven’s Door

Bob Dylan, se convirtió para alegría de muchos, y martirio de otros tantos, en el primer americano, desde Toni Morrison, ganadora en 1993, en obtener el Premio Nobel de Literatura. Es hora de resaltar algunas de las opiniones favorables que se han generado en todos los ámbitos intelectuales. Podemos empezar por la reacción de la escritora estadounidense Joyce Carol Oates, que no dudó en escribir que la concesión del Nobel a Dylan fue una elección inspirada y original. Su evocadora música y letras siempre me parecieron, en su sentido más profundo, literarias.

A los numerosos escritores americanos que han mostrado su júbilo por la elección, se ha unido el difícil mundo de la crítica literaria y así Dwaight Garner, crítico literario del New York Times, fue pródigo en elogios al galardonado, del que dijo que conecta poéticamente, por las poderosas imágenes creadas por las letras de sus canciones, con los versos de Walt Whitman y Emily Dickinson, y afirma, así mismo, que Dylan se halla entre las grandes voces americanas.

En cuanto al mundo universitario, basta echar un vistazo a las declaraciones de diferentes profesores de la Universidad de Harvard para sentirnos abrumados ante el aluvión de elogios que han caído sobre el galardonado. Jorie Graham, profesora de Retórica y Oratoria de Harvard, ha declarado que la inventiva de sus imágenes y sus esquemas de rima es legendaria. Stephen Greenblatt, profesor de Humanidades de la misma universidad, no ha dudado en afirmar que Bob Dylan fue para mí y toda mi generación el gran poeta popular, la voz de la protesta, la ira y el anhelo de justicia, extrañamente entrelazados con la ironía, el deseo y la esperanza apocalíptica. Así mismo, y desde la misma Universidad de Harvard, Louis Menand, profesor de Inglés, no vacila en decir que cualquier persona que duda de que Dylan es un escritor, o que la composición no es un arte, debe leer sus memorias, «Crónicas», o simplemente sus comentarios, aquí y allá, en las canciones de otras personas. Él es un erudito y un maestro del género. Para acabar con las voces que surgen del prestigioso mundo universitario, cito las declaraciones de Richard Thomas, profesor de Lenguas Clásicas de Harvard, que dice sin reparos que el genio de Bob Dylan consiste en estar en contacto con los hilos que forman parte de la cultura americana durante los últimos 200 años y más, y convertirlos en canciones que, particularmente en el desempeño, son expresiones sublimes de lo que significa ser humano. Entonces, ¿qué podría ser sorprendente al reconocer eso?

Pero regresemos al principio, a ese Dylan que vivió no sólo la experiencia de la canción tradicional sino que alternó en y con el corazón mismo de la corriente contracultural de la generación beat, alternó con Kerouac-ese que quería escribir al golpeo rítmico del jazz-, con Allen Ginsberg-ese que vio a las mejores mentes de su generación autodestruirse-, con Burroughs-ese que vio el mundo a través del cristal esmerilado de una jeringuilla y que murió reviejo descojonándose de los que vaticinaron su muerte inmediata año tras año- y toda esa gente de la que mamó un tipo de literatura más comprometida y arriesgada de la que se venía haciendo. Eran unos tiempos en los que la contracultura se desparramaba por el Village neoyorquino como si le fuera la vida en ello, donde se entremezclaba con el pop-art y las teorías de Duchamp o con las extravagancias de Warhol . Sin duda, Dylan supo captar como nadie la desorientación de aquellas generaciones que querían cambiar el mundo, fue el que con sus canciones, con su música, con sus poemas, mejor captó el sentir de los millones de jóvenes que querían transformar las cosas. Cuando edita Like a Rolling Stone, publica un verdadero himno para aquella generación dispuesta a romper con todo lo anterior, con su visión de la vida y con los principios que la sustentaban. Quizás el poeta estadounidense David Henderson, fuera quien mejor definiera aquella composición, cuando la tildó no como una canción sino como una epopeya.

Pero volvamos al año noventa y seis y a los movimientos que encabezó el poeta del aullido salvaje y desgarrador para que se le concediera el Nobel a Robert Allen Zimmerman.

Dylan es uno de los más grandes bardos y juglares norteamericanos del siglo XX y sus palabras han influido en varias generaciones de hombres y mujeres de todo el mundo.

Y no creo que Ginberg fuera por entonces todavía un poeta discutido, ni una voz disonante en la cultura americana. A esa aseveración del 96 se le unieron otras muchas como la de Gordon Ball, profesor en la universidad de Virginia, que no dudó en proclamar que Dylan ha devuelto la poesía de nuestra época a su transmisión primordial a través del cuerpo, revivió la tradición de los trovadores.

Quizás estas referencias juglarescas sean la excusa necesaria para recordar el enlace existente entre poesía y música folk, mucho más joven, por razones obvias, en el caso americano, con una canción tradicional multicultural e impregnada de las más variadas influencias. Por supuesto que no pretendo retroceder a la poesía que se hacía en España hace diez siglos, ni tan siquiera a la que se hacía en el siglo veinte, pero si es adecuado no admitir como cierta esa aseveración tan difundida por muchos, en el sentido de que Dylan es un buen autor de letras de canciones pero nada más. Y lo hacen con ese estrambote hiriente, con ese deje de superioridad intelectual, y nada más, que a veces acompañan con cierta chufla, cuando no con alguna chanza. Simplemente aflora en la befa un poso cultural tan alejado de aquel espíritu que nos impregnó a tantos que la hace inocua y vacua. Probablemente sea el reflejo de un intolerante ego, que se traduce en un supino desprecio intelectual. Muy restrictivo, muy de tribu y muy corto, por otro lado, de miras.

La canción forma parte de la tradición más arraigada de cualquier cultura de cualquier pueblo. Y es preciso recordar cómo en España la poesía forma parte de la tradición oral, transmitiéndose fundamentalmente en tonadas líricas que se recogen por primera vez en el cuerpo de las moaxajas, en lo que se han llamado jarchas. Y continúa abriéndose camino cuando se convierte en epopeya, con los cantares de gesta y con el viejo romancero. Eso, por no recordar cómo se denominaron las primeras antologías conocidas: Cancioneros. Sin mencionar los sonetos petrarquianos. Por lo tanto, es evidente y manifiesta la unión entre poesía y música tradicional.

Cuando la Academia anunció que concedía el galardón a Dylan por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción, no hacía sino volver a los orígenes de la poesía e incidir en el valor poético, en este caso, de su autor. La secretaria de la Academia, Sara Danius, manifestó posteriormente el convencimiento del valor de Dylan como poeta y acudió al modelo de los antiguos vates griegos como Homero, que escribían poesía para ser escuchada e interpretada. No dudó en afirmar que puede y debe ser leído y añadió Dylan es un gran poeta en la gran tradición de la lengua inglesa desde William Blake en adelante, resaltando que ha mezclado la música popular del blues del Delta y el folclore de los Apalaches con el simbolismo de Rimbaud.

 A todo habría que añadir la influencia literaria innegable de Dylan en tantos poetas de varias generaciones y de los más variados orígenes, así como los cada vez más numerosos estudios de diferentes universidades que analizan lo que ya se considera un legado cultural, asociado a la literatura en inglés. En los países de habla inglesa, nos encontramos, por estudios críticos y por el aval de la clase universitaria, ante un clásico literario. Al menos, como poeta. Como narrador, no ha sobresalido; ahora bien, si dejamos de lado el fiasco de su novela experimental Tarántula, sí podemos resaltar el valor narrativo de Crónicas, unas memorias peculiares, en las que desmenuza buena parte de su vida de manera muy original, unas memorias, por cierto, en las que se niega a asumir el papel cultural de líder generacional que se le otorga. En cualquier caso, si en algo una gran parte de la cultura sajona coincide, es en destacar su valor como poeta.
La relación de Dylan y el mundo editorial es larga y copiosa. La publicación de numerosos libros que reúnen las letras de sus canciones no es nueva, así como el curioso primer tomo de su autobiografía Chronicles I, publicado en 2004, y que durante 19 semanas ocupó el primer puesto en la lista del periódico The New York Times. A todo ello le debemos sumar los numerosos estudios sobre su obra como la espléndida y monumental enciclopedia Keys to the Rain, de Oliver Trager, o Dylan»s Visions of Sin, de Chrisotopher Ricks, profesor de poesía en la Universidad de Oxford, o Studio A, un compendio de artículos que, entre otros, firman Allen Ginsberg, Joyce Carol Oates, Rick Moody y Barry Ha.

Y fuera de la cultura anglosajona también abundan las voces que se pronuncian a favor del valor lírico de Dylan; no es cuestión de enumerarlas pero sí citar a Nicanor Parra y al autor británico-indio Salman Rushdie, candidato habitual al Nobel que no dudó en considerar a Dylan como el heredero brillante de la tradición bárdica. Gran elección. El novelista Philippe Margotin considera a Dylan el gran poeta vivo estadunidense del siglo XX y añade para los que consideran que es autor de una obra escasa- otro de los peros que le achacan-, entre las 500 canciones que componen su obra, algunas pueden ser consideradas como menos importantes musicalmente, pero en todas hay un texto absolutamente sublime. A esas voces se suma la del escritor mexicano Antonio Ortuño que no vaciló en resaltar el valor poético de Dylan: De alguna forma conocí primero a Dylan como poeta, más que como músico…estamos hablando de una manifestación en el arte, la poesía y la canción que es una manifestación popular; en ese sentido, tal como dice el acta de la Academia Sueca, están premiando a alguien que ha innovado en ese género. Aunque tampoco creo que sea lo más espectacular que le haya pasado a Dylan en su vida.

Para finalizar, es preciso recordar que Bob Dylan tiene varios premios y condecoraciones de suma importancia desde hace años, uno de ellos es el premio Pulitzer, concedido en 2008 y otorgado por la Universidad de Columbia, losperiódicosWashington Posty New York Times y la agenciaReuters por su profundo impacto en la música y la cultura popular americana, gracias al poder poético de sus composiciones. De nuevo, con su capacidad poética a vueltas. Sólo un año antes le habían concedido el premio Príncipe de Asturias de las Artes por ser un mito viviente en la historia de la música popular y faro de una generación que tuvo el sueño de cambiar el mundo. Austero en las formas y profundo en los mensajes, Dylan conjuga la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas. No es cuestión de seguir enumerando distinciones pero destaquemos entre otras su nombramiento como Commandeur Des Arts Et des Lettres, en 1990, cuando Jack Lang era ministro de cultura francés. Se suman a ésa y a otras distinciones, los doctorados honoris causa de las universidades de Princeton y St. Andrews en Escocia por citar alguna más.

Quiero añadir que desde 1970, año de los primeros estudios académicos sobre su legado poético, éstos no han hecho más que multiplicarse. Quizás 2005 sea un año clave ya que vio la luz un trabajo fundamental sobre su obra, The Cambridge Companion to Bob Dylan, un estudio literario definitivo que complementa el congreso celebrado en marzo de 2005, en la Universidad de Caen (Normandía, Francia) donde participaron profesores de literatura de los EE.UU., Gran Bretaña, Canadá y Francia. Según el Dr. Christopher Rollason, uno de los participantes, los puntos de vista desde los que se examinó la obra de Dylan abarcaron perspectivas literarias, etnológicas, lingüísticas y musicólogicas. En dicho congreso, Gordon Ball, catedrático de estudios ingleses en el Virginia Military Institute, hizo hincapié en las raíces orales de su poesía y en cómo, en palabras del profesor Daniel Karlin de University College, Londres, Dylan le ha dado más frases memorables a la lengua inglesa que cualquier figura análoga desde Kipling. El enfoque literario fue reiterado en la intervención de Christopher Lebold, de la Universidad Marc Bloch (Estrasburgo), quien ofreció un resumen de su reciente tesis doctoral, que incide en la poética de Dylan. Por su parte, Richard Thomas, catedrático de latín y griego en la Universidad de Harvard, propuso una serie de enlaces y analogías entre Dylan y la tradición literaria greco-romana, desde el arte oral de la poesía homérica o de los rapsodas romanos hasta la cita directa de Virgilio que Dylan nos ofrece en Love and Theft. El profesor Thomas vaticinó que dentro de dos siglos Dylan será considerado un clásico, plenamente integrado en el canon literario.

Nombramiento como Des Arts Et des Lettres, en 1990. Jack Lang y Bob Dylan

Quisiera terminar con las palabras de dos personalidades muy distintas pero muy significativas. Por un lado, las que el poeta Allen Ginsberg transmitiera al escritor y periodista Jean Francois Duval, al que manifestaba que Bob Dylan es un gran poeta. Quizá el poeta norteamericano más importante de la segunda mitad del siglo XX. Por otro lado, las de uno de mis directores de cine favoritos, autor en 2005 de una magnífica biografía filmada sobre Dylan, Martín Scorsese. Al finalizar el documental No Direction Home, dijo: No he pretendido hacer algo donde se desvelen todos los secretos de Dylan, ni mucho menos, sino rendir un homenaje a uno de los poetas más brillantes del siglo, un hombre que hace que nos miremos a nosotros mismos, que nos emociona y nos hace sentir cosas que no sabríamos transmitir de otra manera.

Por último, y como colofón, las palabras del poeta, las palabras del escritor, las palabras de aquel que finge ser Bob Dylan.

Yo sólo soy Bob Dylan cuando tengo que ser Bob Dylan. La mayor parte del tiempo quiero ser yo mismo. Bob Dylan nunca piensa sobre Bob Dylan. Yo no pienso en mí mismo como Bob Dylan. Es como dijo Rimbaud: ¨Yo soy el otro¨.

Dylan y Ginsberg, junto a la tumba de Kerouak
Joan Báez y Bob Dylan
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MEMORIA DE UN TIEMPO XV-Juan Francisco Quevedo

Con diecinueve años en mi habitación de estudiante rodeado por los R. Stones

XV

ROLLING STONES

Esta pudiera ser la leyenda del grupo más grande y, desde luego, más longevo de la historia.

Cuando Keith Richards y Mick Jagger fueron juntos a la escuela primaria aún no soñaban que se reencontrarían unos cuantos años más tarde, en 1960 y ya con pantalón largo, en una estación de metro de la capital inglesa. Jamás imaginaron que esa casualidad les llevaría a fundar con el tiempo los Rolling Stones. Tras un par de años deambulando por los garitos londinenses, tocando y cantando en pequeños grupos, escucharon a la banda que lideraba un muchacho llamado Brian Jones. Una pequeña charla entre ellos sirvió para dar forma y vida a los Rolling Stones, nombre surgido de la mente de Brian tras escuchar la canción de Muddy Waters, Rollin´Stone. Tras una gira interminable por bares y locales donde tocaban por nada más que lo que pudieran beberse, en enero del 63 se les unió el batería Charlie Watts, el impávido y anacrónico miembro de la banda.

Será precisamente ese año cuando el grupo despegue definitivamente; curiosamente el mismo año en el que se encuentran, tal vez como almas gemelas, en el Festival de Newport, Bob Dylan y Joan Baez, formando la pareja más envidiada del universo hippie.

Pero, en este año de 1963, hubo más música y más encuentros afortunados que en aquel festival folk. De hecho la gran explosión, tanto musical como social, se produjo con los Beatles. En su imparable carrera hacia el Olimpo llegan al número uno en Inglaterra con el tema She loves you y, por fin, sueltan amarras, dirigiéndose a toda máquina, para abordar definitivamente el gran mercado americano. Curiosamente, los muchachos de Liverpool están a punto de fabricar la melodía que daría el primer éxito a otro grupo con el que acabarían rivalizando, con The Rolling Stones, con los niños malos de la historia del rock. Sin ese acto de inconsciente generosidad la historia del rock hubiera sido otra.

Cuentan los hagiógrafos de los Beatles, aunque por su inagotable creatividad es fácil de creer, que Lennon y McCartney se encerraron durante unos minutos en una habitación y salieron con la base, regalada a los Stones, de lo que sería el primer gran golpe rítmico del grupo, I wanna be your man. Tal vez, de haber sido cuatro artistas más o menos aventajados y de haber sabido las consecuencias de aquello, no lo hubieran hecho pero, desde luego, no eran mediocres y, por otro lado, es fácil entender que estuviesen muy por encima de aquella puntual circunstancia. Puntual pero crucial, ya que tuvo una gran importancia en el desarrollo posterior de la música rock.

Lennon y Jagger
Paul y Linda McCartney, a la derecha, en el camerino de los Stones con Mick Jagger entre otros, en Nueva York el 19 de junio de 1978

Curiosamente, de aquellos casuales lodos surgieron estos cantos rodados, los cuales deben su nombre, como dije, a una canción del memorable músico de blues Muddy Watersy no, como pudiera pensarse, al posterior himno dylaniano de título casi similar. Lo verdaderamente paradójico es contemplar cómo llegan a la fama justamente de la mano de aquellos a quienes más los contrapondrán y enfrentarán. Cosas como éstas nos hacen pensar en aquello de que el destino ya está escrito en las estrellas.

Estos peligrosos Stones que harán de los Beatles unos niños buenos, aunque por poco tiempo, no van sino a comenzar una de las carreras más brillantes de la historia de la música moderna, aunque quizás la hayan prolongado demasiado tiempo. Sin embargo, en Estados Unidos, si creemos a la revista Cash Box, no llegarán a lo más alto de las listas hasta el 65, de la mano de Satisfaction. Después, no hicieron sino acrecentar su leyenda negra que culminará en el festival de Altamont.

A este mítico grupo hay que reconocerle, sin embargo, que en estilos tan diametralmente opuestos a sus orígenes, incluso tan opuestos a sus salvajes y satánicas estampas, ha sabido adaptarse y dotar de calidad hasta la música más comercial; baste como ejemplo los temas Star me up y Emotional Rescue. Esta música discotequera, odiada por los rockeros más puros –los más próximos al heavy-, fue definitivamente dignificada por unos Bee Gees que, tras su glorificado Massachussets, parecían andar erráticos, entre canguros y koalas, hasta que se reencontraron, por el amarillo camino que lleva al arco iris, con el falsete, con el denostado falsete. Junto a la Fiebre más bailable-Stayin`Alive- de Tony Manero, el muchacho de los inacabables cuellos de camisa y perenne peine en el bolsillo trasero del pantalón, compusieron grandes baladas –How deep is your love- que no han hecho más que dar alpiste y pisto a su carrera. Fue una pena su estética hortera y caduca, a medio camino entre el último Elvis y el mayor macarra de cualquier lugar.

Pero volvamos al padre nominal de los Stones, volvamos a este maestro de músicos que atiende por Muddy Waters. Este viejo bluesman, que ya en los cincuenta triunfara con una canción, Hoochie Coochie Man, compuesta por el contrabajo del grupo, Willie Dixon, es uno de los grandes artífices en abrir brecha y posibilitar, magistralmente, el camino que ha de recorrer el rhytm and blues para convivir y derivar en el rock de los sesenta. Este sendero lo recorrerá sin renunciar a su esencia –I got a rich man´s-, sin renegar de ese antiguo riff de guitarra, íntimo y doliente, que como en una jaculatoria se lamenta hasta conseguir estremecernos. Poco a poco, en su carrera hacia una modernidad respetuosa con las raíces, va añadiendo elementos, con la maestría de los elegidos por el soplo de la inspiración, hasta hacerle identificarse con un blues más urbano y refinado. Podemos decir de él que fue un músico que supo tocar a tenor de los tiempos en los que estaba, pasando, de igual modo, por el clásico Teatro Apolo de Nueva York que por el Festival de folk y jazz de Newport, sin olvidarnos de su presencia en el primer gran macrofestival de la historia, el Festival de Monterey.

Muddy Waters & The Rolling Stones

Entre estos barrillos se fueron conformando los lodos que darían lugar a los más grandes entre los grandes, los, por tanto tiempo, impresentables Rolling Stones. Poco después de su lanzamiento y de su primer gran éxito se convertirán en algo más que un simple grupo de rock; representarán una nueva forma de vida, acorde a los nuevos y airados tiempos, encarnarán una rebeldía que manifestarán en su estética descuidada, en sus greñas amontonadas y en su manera de estar encima de un escenario, volcados encima del público y completamente descoordinados, haciendo cada cual lo que más le place. Hasta la carga sexual de Mick, el verdadero estrellón del grupo, en todos sus contoneos, irrita a una sociedad establecida en las viejas normas, incluso de los nuevos cantantes. Ese rechazo por las viejas estructuras incluso lo experimentan en su propia casa de discos –Decca-, pero para ellos parece ser que no es más que la señal de que van por el buen camino. El inconformismo es su bandera, junto a la independencia creativa, y en su radicalismo primario recuerdo como contestan el Let it be –Déjalo estar- de unos Beatles al borde de la separación con un L.P. de título significativo, Let it bleed –Déjalo sangrar-.

Además, y junto a Muddy Waters, admiran, maman de sus entrañas y reinterpretan a Chuck Berry, al igual que les ocurre con Jimmy Reed o Bob Diddley. Estas influencias hacen de Jagger un cantante con un gran talento para el blues, en especial para el blues lento y apasionado donde, con su voz única, aunque no extraordinaria, retuerce con sus inflexiones la melodía, llegando a un semifraseo pronunciado, enérgico y envolvente. Si a ello le añadimos que estamos ante el mejor performer del rock, lo demás sobra, si bien es de justicia señalar que nunca cantará tan bien como el cantante blanco de voz bluesera más negra, Eric Burdon –Bring it on home to me-.

Más tarde, poco después, cuando crezcan y se hagan grandes compositores, serán ellos los que serán reinterpretados, como pasa con los artistas verdaderamente consagrados, e incluso, excepcionalmente, llegarán a superarles en sus versiones, tal y como pasa con su hermosa canción Ruby tuesday que, en la contundente y desgarrada voz de Marianne Faithfull, se hace inmensa en su lirismo roto.

No sé si es diosa o mujer, pero me parece la misma Venus.

                                                               Geoffrey Chaucer (Cuento del caballero)

Marianne Faithfull y Mick Jagger

 Entre las grandes canciones interpretadas por sus creadores perviven grandes versiones; sirvan de muestra recreaciones como las que Nina Simone hace del Here comes the sun de Harrison o del Just like a woman de Dylan. Incluso hay versiones, como la que hizo James Taylor de You´ve got a friend, que nos hace olvidar a su bella compositora, Carole King.

Los Stones fueron un grupo salvaje y desbocado –Wild horses-, en el cual tan solo Charlie, el elegante batería de la banda, el hombre discreto y músico talentoso, el caballero amante del jazz y de Skinnay Ennis, se ponía, con su porte impecable, a salvo del naufragio de desenfreno en el que se vieron envueltos durante casi veinte años. Después, Mick, el cerebro contorsionista del grupo, el juglar moderno por excelencia, a sólo un paso -nunca llega a darlo- de la bufonería más medieval, se convertiría, con la fe de los conversos, a la macrobiótica y al jogging. Ver para creer. Charlie tal vez fuera, en realidad, el contrapunto sosegado a ese icono de la modernidad, a esa guindilla, con fuego en el trasero, de Mick, y a la incontrolable desmesura -nunca extinguida del todo- del guitarrista, el gran superviviente de todo tipo de excesos, Keiht Richards.

En estos días nos llegó la triste noticia de la muerte de Charlie Watts; con él se va el discreto encanto de la elegancia que ha acompañado al rock durante casi sesenta años. Nadie como él representa un estilo único y personal, totalmente al margen de la iconografía vanguardista, ya clásica, de las diferentes puestas en escena que surgieron con la música de los sesenta. Fue un anacronismo surrealista, la antítesis necesaria y precisa para resaltar el histrionismo de un Jagger juglaresco y de un Richards sumido, cuando no consumido, en sus particulares paraísos artificiales. Se ha ido una excepcionalidad reverente que disfrutaba mucho más del jazz y del blues que tocaba en pequeños clubs que de las grandes y multitudinarias giras de los Stones. Se le echará en falta pese a que, debido a su poco afán de protagonismo, hubiese sido lo último que hubiera deseado.

Tanto Mick como Keith parecían parecían haber nacido en la cola de una violenta tormenta-Jumpin´Jack Flash-, al son de los acordes de la guitarra más característica de la historia. Con sólo oír el bruñir primario de sus cuerdas sabemos que estamos ante ellos; no es preciso ni, tan siquiera, nombrarlos.

Nací en el huracán de un tiroteo, /y gemí en brazos de mi madre bajo la lluvia de la tormenta.

                                                                   Rolling Stones (Jumpin´Jack Flash)

Estamos ante una gran banda, una banda fascinante, creadora de una puesta en escena trovadoresca y con un directo arrebatador y brutal. Aquellos, allá por el 71, que pudieron asistir -o incluso aquellos que, como yo, hemos visionado la grabación- a alguno de los conciertos de aquella memorable gira, sabrán de lo que estoy hablando. Ver, y oír, abrir un concierto con las sorprendentes y metálicas notas de Honky tonk women, con un Mick entregado a la causa y un Richards absolutamente pasado, envuelto en el humo de su propio cigarrillo, es como transportarte hacia un futuro desconocido. Tras un reguero de canciones, en medio de una improvisación aparentemente casual, se enlazaba con los primeros acordes del tema señero del grupo, Satisfaction, envolviendo al público en una hipnosis admirativa e inolvidable. Después, ya sólo quedaba vivir para contarlo aunque, quizá, para verlo, y vivirlo con la misma emoción, haya que retrotraerse en el tiempo hacia aquella época y tener unos cuantos años menos. No en vano la edad nos anquilosa los sentimientos y nos congela la sonrisa. A mí, con el tiempo, y a pesar de toda la carga de escepticismo socarrón que llevo a cuestas, me afloran impresiones encontradas, recordándome las palabras de Unamuno: un hombre de contradicción y de pelea…, uno que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida.

La gira del 71 les llevaría de Newcastle a Los Ángeles, de escenario en escenario. ¡Y cómo sonaban!; fue la primera vez que tocaron en directo Brown Sugar. Y en aquel iniciático concierto, y durante toda la gira, no podía faltar Anita Pallenberg; el aire por el que respiraba y suspiraba Keith Richards, mientras iniciaba su lucha sempiterna contra las adicciones. Anita era una mujer cosmopolita, que dominaba varios idiomas, llena de inquietudes y que estaba embebida por la nueva estética y por las nuevas ideas, que practicaba el amor libre y que probaba cualquier sustancia que la pusieran por delante sin preguntar de que se trataba. Esa era la Anita que enamoró a los Stones-menos a Charlie, siempre tan distantemente inglés- allá por 1965, en Munich. Ella era una italiana, engendrada por unos padres alemanes, que daba sus primeros pasos como actriz. Inmediatamente se enrolló con Brian Jones, el único que movió del trono a Jagger. Hasta que le expulsaron del grupo en 1969, para aparecer ahogado poco después en la piscina de su casa. El caso es que Anita, tras dos años con el rubio y violento guitarrista, enamorado más de los Virtuosos de Jajouka que de ella, se decidió por Keith, con el que mantuvo una larga relación de lo más tormentosa. Y con el que tuvo tres hijos. Pero durante la gira, la única compañía que habían tenido era la de su único hijo hasta la fecha, el pequeño Marlon, la de su perro Boogie y la del músico Gram Parsons.

Anita Pallenberg y Keith Richards

Cuando saltó el grupo al escenario de aquella ciudad del norte de Inglaterra, Anita les siguió, con su acatarrado hijo en brazos, entre bambalinas. Al sonar los primeros acordes de  Jumpin´ Jack Flash, Jagger apareció como lo que es, el mejor performance del rock que haya existido, enfundando su delgadez en un brillante traje de sastrería, fabricado en un llamativo satén rosado, y coronado por una gorra de jockey.

Anita miraba embelesada desde el backstage a su querido Sticky Fingers-dedos pringosos-, el epíteto cariñoso con el que conocían a su novio, y bailaba y bailaba mientras Marlon tosía en su regazo. La histeria de un público entregado y las canciones del grupo se sucedían sin parar. Hasta que el concierto llegó a su fin con Street Fighhting Man.

Ahora, Anita, cuando ya sólo es un recuerdo en la memoria de algunos, quizás perviva a través de Angie, el título de aquella canción que compusiera Keith y que nunca se supo muy bien a quién estaba dedicada. El caso es que le dio el nombre de la hija que tuvieron en común, Ángela.

De los miembros del grupo, al bajista, por haber sido siempre invisible, me lo salto, pero no osaré hacer lo mismo con el mitificado por la progresía de la época, como todas las estrellas que mueren jóvenes y trágicamente, Brian Jones, un Stone que algunos, tal vez demasiado cercanos, quisieran hacernos creer que nunca hubiera existido y que nunca hubiera tenido ninguna trascendencia en el primer devenir del grupo.

Por entonces, en el 71, Brian Jones ya no estaba ni con los Stones ni en este mundo. El 68 fue un año convulso, también para la historia del grupo. Durante ese año los gurús de la banda, es decir Jagger y Richards, habían adquirido peso específico y ya tenían medio decidido dejar fuera de la misma a Brian. Éste estaba totalmente ido, tal vez más, aunque parezca imposible, que los demás y, en esa envolvente semi-mística, se debatía interiormente entre la filosofía hindú y las pipas de Kif que, antes, mucho antes, ya hicieran visionar la muerte al inmenso literato, y extravagante personaje, como diría de él el general Primo de Rivera, de las barbas de chivo, al viejo cascarrabias que se paseara por Madrid, según la leyenda fomentada por él mismo, con un león. Y no con un león cualquiera sino con uno capturado en la selva mexicana –algo completamente imposible-, al que llevaba en el cabo de una correa tirada por su mano. Una mano que, por cierto, perdió al recibir un bastonazo, y clavársele el gemelo del puño en la carne. Una discusión, sobre un lance insignificante, en la que llamó majadero a su oponente, mientras empuñaba una botella de agua, a modo de garrote, fue el fatal desencadenante que dio lugar al mandoble mutilador. Y es que don Ramón María era así, un tanto peculiar e irascible. Su presencia espectral le persigue, como una sombra cosida a sus botines sin cordones y a su literatura, más allá de la muerte.

Tiembla en la luz acuaria del jardín; /y va mi barca por el ancho río/que separa un confín de otro confín.

                             Ramón María del Valle-Inclán (La pipa de Kif-Rosa de sanatorio)

Por aquel entonces, Brian Jones, en su alucinada existencia, poco creía deberle a la vida y poco creía deberse a sí mismo, quizá, lo único, un anhelado viaje a Marruecos, inspirado sin duda en las referencias de Paul Bowles y Burroughs. En este último suspiro vital, el ex guitarrista de los Stones se prendó locamente de una música distinta a la que, hasta entonces, había escuchado, la música étnica y primitiva de los Virtuosos de Jajouka, unos hombres enigmáticos, descendientes, a su vez, de generaciones de músicos que nacieron adorando al santón Hamid Sherk, profeta del Islam. Estos personajes, predestinados desde la cuna, no saben hacer otra cosa que tocar y tocar de manera compulsiva. Tocan continuamente y las notas se desparraman por entre la humareda que desprenden las pipas de Kif. Siempre suenan, y nunca se cansan, los mismos ritmos ancestrales, los mismos que llegaron hasta ellos a través de las desgastadas manos de sus antecesores. Todos los pueblos que se extienden en sus dominios se ven permanentemente inundados por el sonido de sus rhaïtas –similares al oboe-, acompañadas por el resonar de los tambores. Podemos asegurar que lo último que Brian Jones hizo, antes de aparecer muerto en una piscina -al igual que Moon, el potente batería de los Who-, fue grabar a estos músicos legendarios y, de alguna manera, darlos a conocer. Descanse en paz. Descanse tras yacer y cruzar aquella piscina, transformada en su Aqueronte particular, e ingresar directamente en los Infiernos, bajo la mirada atenta del Iris -como no podía ser menos- de siete colores. Ya nunca regresará, ya nunca lucirá su cuidada melena rubia, bajo un sombrero, reposando sobre las pieles felinas de su abrigo. Esta última imagen, impresa en una vieja fotografía, es el recuerdo que en mí más vivamente ha prendido. No sé por qué.

… y siete veces más cansado del duro pacto/de excavar cada víspera una nueva fosa/

en el terreno avaro y yerto de mi cerebro/sepulturero sin misericordia para la esterilidad.

                                                               Mallarmé (Cansado del amargo reposo)

Mick y Keith aún siguen ahí, como si nada, con los achaques de la edad acechándolos y con los recuerdos de aquellos tiempos, para algunos inmemoriales, en los que vivían en la inopia de una juventud idealista y maldita, ubicada en el infierno, lleno de iluminaciones, de Rimbaud, y en los paraísos artificiales, dentro de la brujería evocadora de Baudelaire.

Yo conozco los cielos rompiéndose en destellos, /las trombas y las resacas y corrientes: y la noche conozco.

                                                                       Rimbaud (El barco ebrio).

En cualquier caso, estos, digamos con sarcasmo, despojos pretéritos, y un tanto remotos, con el marchamo de envejecidas viejas glorias, hinchadas presuntuosamente por un pasado brillante, sirven para testimoniar el sufrimiento desvencijado de aquello que nunca pudo ser. Tal vez, como Rimbaud, debieron evaporarse sin más y dejar su obra, como, desde su alquimia del verbo, el poeta dejó, con apenas dieciséis años, estos enigmáticos versos. Y, luego, se dedicó, simplemente, a traficar con esclavos. Sin embargo, prefieren pasear su afonía un tanto cascada y agónica por los escenarios y caerse de cabeza de elementales cocoteros que se levantan en paraísos fiscales, ya nunca más artificiales. Y si no que se lo digan al guitarrista que ya de viejo se cayó de uno de ellos.

-Keith, ¿qué carajo hacías, a tu edad, encima de un cocotero? –seguro que le preguntaron al miembro de los Stones, perplejos, sus hijos, mientras se recuperaba en un hospital del derrame cerebral sufrido tras la caída.

The Rolling Stones

Es de justicia pensar que más dignamente acabaron otros, sin necesidad de morirse, y podemos pensar que, incluso, más dignamente acabó un dudoso caballero, pero con cierto estilo, como La Voz, dicen, más mafiosa de América. Salve, Frankie. Ya, por fin, te he dicho algo verdaderamente estúpido. Y es que Frank, al fin y al cabo, siempre representó el mismo papel. Nunca engañó ni a sus seguidores, ni a sí mismo. Siempre fue un canalla con clase, de esos que tanto gustan, aunque de lejos.

Y ahí siguen los Stones, parece que, aunque con ausencias, en plena forma y no como esas viejas estrellas gordinflonas que pasean sus kilos por los escenarios con sus viejos temas de siempre. Pudiera parecer que el tiempo no ha pasado, pero vaya que si ha pasado; no hay más que ver sus caras. Y su voz, la voz de Mick que, sin embargo, parece seguir moviéndose y contoneándose como siempre, con esa electricidad discontinua tan característica en su persona. Keith, permanece amarrado a su guitarra, deambulando por el escenario como un zombie místico mientras que nos falta Charlie que quebró su pacto con el diablo para seguir siendo una estatua románica, hierática y elegante. Cuánto más hubiera pegado como batería de un club de jazz antiguo o como uno de los apóstoles en piedra del Pórtico de La Gloria en la catedral de Santiago de Compostela. Y, sin embargo, cuánto nos cuesta imaginarnos a los Stones sin él.

Charlie Watts

Aunque ya estén un poco carcomidos por el tiempo, un tiempo que bien pudiera haberles sobrepasado, disfrutemos aún de la banda.

Sirvan como epitafio, a una época que se extinguirá con sus satánicas majestades, los versos de Manuel Machado:

Es tarde… Voy de prisa por la vida. Y mi risa

es alegre, aunque no niego que llevo prisa.

Los Stones aún con Brian Jones
R.S.
Charlie Watts
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MEMORIA DE UN TIEMPO XIV-Juan Francisco Quevedo

The Beatles

XIV

THE BEATLES

Han pasado la friolera de más de sesenta años desde que unos muchachos que se hacían llamar The Quarry Men, realizaran su primera grabación de un tema propio. La canción llevaba por título In Spite of All the Danger y estaba compuesta por dos jóvenes que aún no eran nadie y que firmaban la canción al alimón como Lennon y McCartney. A su vez, un músico desconocido, un tal George Harrison, ya formaba parte de aquella iniciática formación de 1958 que no tardaría en cambiar de nombre. A principios de 1960, adoptaría su denominación definitiva, aquella por la que entrarán en la historia no sólo de la música rock o pop, sino también en la de la historia del siglo XX, The Beatles.

The Beatles

No obstante, aún les quedaba un peregrinaje de dos años por clubs de Liverpool y Hamburgo para comenzar a ser lo que no tardarían en llegar a ser, el grupo más famoso, querido y cotizado de la historia del rock. Primero simplemente fueron una explosión de alegría inconformista que encabezó a una juventud deseosa de cosas nuevas, deseosa de romper con el pasado, y después, y a la vez, se convirtieron en una ingente máquina de hacer y producir dinero, en un emblema propagandístico para el país del que procedían. Tal es así, que a pesar de la aversión manifiesta que suscitaban en el establishment de su país, tanto los personajes de la alta sociedad como las instituciones de la más elevada raigambre, en cuanto olieron el olor del dinero y las divisas, en cuanto intuyeron que esa marca, así los veían desde la city de los negocios, iba a subir exponencialmente los ingresos de su caja registradora, no dudaron en asimilarlos e integrarlos en la alta sociedad británica.

Y lo escenificaron a lo grande; con el mayor y más preciado de los honores institucionales. La apoteosis, esa ascensión a los cielos como deidades vivas, les llegó ni más ni menos que de la mano de la reina de Inglaterra Isabel II que, con todo el boato de la realeza británica y en el palacio de Buckingham, coronó al grupo como Miembro de la Orden del Imperio Británico.

Ringo Starr, John Lennon, Paul McCartney y George Harrison, en el Palacio de Buckingham, recibiendo la Orden del Imperio Británico en 1965

Y hay que decir que no desmerecieron en absoluto en el ceremonial ya que llegaron a palacio a bordo del Rolls Royce de John Lennon. La monarca inglesa y los más altos dignatarios de la nobleza y del estado les estaban esperando para imponerles la distinción en el gran salón del trono. Sólo tres años antes aún no eran nada, lo que da idea de la marea que generaron en todos los ámbitos; por no hablar de lo mudable y caprichosa que puede ser la fortuna.

Pero regresemos a ese año, al sesenta y dos, un año que para mí, un intruso metido a historiador de los bajos fondos, fue fundamentalmente el año en que cuatro chicos de Liverpool, The Beatles, revolucionaron el planeta con sus canciones y con su estética, con sus trajes negros impecablemente imperfectos e innovadores, con sus corbatas estrechas, sus flequillos igualados hasta las cejas y con una pulcritud transgresora.

Hasta entonces todo lo que había ocurrido, y ya habían pasado algunas cosas en el mundo de la música, baste recordar a Elvis Presley o Bill Haley, no era nada comparado con lo que estos chavales recién llegados de Hamburgo iban a originar en una juventud inconformista que pedía a gritos que detuvieran un mundo que nada tenía que ver con ellos. Ellos también, los Beatles, ya querían habitar uno muy distinto; y a esa aventura se lanzaron con un bagaje muy ligero y muy fácil de transportar: un talento único e inigualable para conseguir melodías geniales, melodías con las que inundarán de felicidad a la juventud de los sesenta. Pero su legado no caerá en el olvido tras esa primera explosividad, tras ese primer golpe de efecto, sino que se transmitirá a las generaciones posteriores de una manera natural, por la propia calidad y calidez de sus temas. Su música y su influencia perduran aún en nuestros días.

En noviembre de este año de gracia de 1.962 los Beatles editan Love me do, su primer disco sencillo y su primer número uno. Estos mozalbetes que desde esta ciudad portuaria de Liverpool absorbieron, y muy provechosamente, las resonancias que les llegaban desde los Estados Unidos acerca del rock and roll -Berry, Little Richard, Perkins…-, se convirtieron repentinamente en un referente esencial a ambos lados del continente; con ellos nacerá una nueva era, con ellos nacerán las súper bandas de rock. Y será desde esa América del norte, desde unos Estados Unidos consolidados como referencia cultural mundial, desde donde un poeta como Allen Ginsberg, aparentemente de vuelta de todo y con ese halo de profeta beatnik, no tardará en otorgarles su bendición y proclamar a los cuatro vientos que la conciencia de la humanidad está en Liverpool. Casi nada.

Y lo dice un hombre que sabe, desde su aullido de la desesperanza y de las promesas incumplidas, del desastre de su patria, de su dolor, de las pérdidas irremediables a las que se vieron arrastrados destruidos por la locura. Pero algo, tal vez la música de cuatro jovencitos de poco más de veinte años, parece estimular al viejo visionario descreído, parece hacerle renegar del desencanto que le ha hecho imaginarse un vagabundo loco. Estos chicos imberbes le motivan incluso más que el viaje sicodélico que le pueda proporcionar una pequeña estrellita de L.S.D., iniciales de la lisérgica droga que acabará coincidiendo con una de las canciones más celebradas de los Beatles y que forma parte del mítico disco, Sgt. Pepper´s. Estoy hablando de Lucy in the Sky with Diamonds.

Aquellos músicos, todavía con cara de buenos en aquel 1.962, se habían granjeado una creciente fama entre los asiduos a los garitos-The Cavern– de Liverpool y ya empezaban a tener un nombre entre la juventud inglesa. Pronto lo tendrían en los corazones de los jóvenes del mundo, de un mundo que creían poder mover y cambiar a base de algo tan sencillo y elemental como dar y recibir amor. Tal y como cantaron años después Crosby, Stills y Nash, a los que se añadió, sin hacerse esperar, el incombustible ahogo nasal de Neil Young –Harvest-.

Cuando no esté contigo a quién amas,

ama a quién esté contigo.

Así de fácil. Eran tiempos de lucha pacífica y revolución de cuerpos, donde se caminaba a la paz a través del amor y la música. Como siempre, como ya se hiciera, eso sí con no demasiada fortuna, desde que el mundo es mundo.

Omnia vincit amor (El amor todo lo vence).

                                        Virgilio (Églogas, 18, 69)

Será en 1.963 cuando los Beatles tocarán en The Cavern por última vez. Después, ya nunca nada volvería a ser igual para ellos. El grupo crecía a una velocidad de vértigo y la voracidad de sus fans les impedía completamente algo tan elemental como intentar poner un pie en la calle. De haberlo hecho, de haber tenido esa osadía, lo más probable es que hasta al menos pintado de ellos le hubieran cortado esa extremidad andante para venerarla en sus casas como si fuera una reliquia, como si fuera el apéndice incorrupto de cualquier santo entronizado. Si sus seguidores más fanatizados les hubieran tenido a mano, es más que probable que hubieran acabado completamente mutilados y repartidos por piezas entre la multitud vociferante, tal y como ocurrió con el cadáver de Voltaire, el cual, en plena iconoclastia revolucionaria, al ser paseado por media Francia como monumento a la razón, regresó mediado a París, pues en cada pueblo del camino se le iba quitando algo. Sólo una cosa no pudieron conseguir y quedó intacto: su cerebro. No fue casual; ya había salido de la capital sin él, tras extraérselo para conservarlo en formol como un monumento a la inteligencia. Pues bien, pareciera que esta revolución cambiara, como aquella, unos santos por otros y ahora los santos eran ellos, los Beatles.

Si a Lennon le hubiera pasado lo mismo que al genial Goya; es decir si al ser desenterrado hubiera aparecido en la tumba sin cabeza, seguro que ya hubiera aparecido; claro está, teniendo en cuenta lo que han evolucionado los tiempos. El profanador la hubiera vendido, a precio de oro, en una subasta por internet. De eso no me cabe la menor duda.

Hoy en día, el famoso club de Liverpool donde tocaron los Beatles en sus inicios se ha convertido en un lugar sagrado para aquellos que aún adoramos, a pesar de los años, sino sus cabelleras, sí sus melodías sencillas y pegadizas. Es nuestra inocua manera de ponernos a contracorriente.

Me encuentro buscando un refugio otra vez

contra el viento.

Soy ya viejo, pero sigo corriendo contra el viento.

                                           Bob Seger (Against the wind)

De alguna forma, ir a contrapelo, aún en la madurez, no es más que un estupendo estímulo de vida y el rock, y toda aquella endiablada música, lo era entonces y lo sigue siendo ahora.

Paul, John, George y Ringo estaban a un paso de ver medrar sus bigotes, así como de desmelenarse, al ritmo del sitâr de Ravi Shankar, acompañados por las inmensas barbas, canas y floreadas, de los grandes gurús de la India.

Beatles en la India

Pero antes de perderse en la moda orientalista, hubo un tiempo en que creyeron -fue muy fácil verlo así- estar por encima del resto de los mortales. Y, observado desde la distancia del hoy, tal vez lo estuviesen. También, dicen los maledicentes, que en sus borracheras de sabe Dios qué, les crecía tanto el ego que llegaban a sentirse incluso por encima de Él. Y tal vez hubo un tiempo en que también lo estuvieron. Al menos a los ojos de una gran parte de los habitantes de aquel planeta que pretendíamos cambiar al son de su música. Y cambiar, entre otras cosas, transformando la iconografía que había acompañado a la civilización a lo largo de la historia. Los santos, encaramados sobre sus peanas durante siglos, eran descabalgados para ser substituidos por estos nuevos ídolos, más efímeros, más de carne y hueso, pero tocados con ciertos ribetes celestiales que les acercaban a la santidad. Claro está, a esa edad, incluidos ellos, todos creíamos tocar la inmortalidad. Hoy bien sabemos que no; solamente tenemos que mirar, a nuestro alrededor, los añicos desparramados de tanto cerebro de santo roto.

Y América también se rendirá a sus pies, a los pies de los aún chicos buenos de Liverpool. Lennon y su banda llegan al número uno de las listas, con el tema I want to hold your hand, a velocidad de crucero, tal y como va su vida; baste comentar que su primer L.P., Please please me, lo grabaron en un solo día.

Tras el asesinato de John Kennedy, a finales del 63, los Estados Unidos, sus verdaderas entrañas, habían quedado sumidos en el luto más riguroso; el país pareciera vivir en una inmensa y compartida depresión colectiva. Pareciera que la llegada de este nuevo grupo inglés fuera providencial para contribuir a hacer más llevadera esta pena conjunta.

La locura social que van a provocar en el seno de la juventud americana comienza desde que pusieron un pie en el aeropuerto y continúa en todos y cada uno de sus conciertos, donde arrasan en todas sus presentaciones hasta el extremo de que, en determinados temas, cuesta distinguir la música por encima del griterío. No cabe duda de que el mundo y América están a sus pies. O en sus manos.

Durante este año de 1.964 llegan a ocupar los cinco primeros puestos de las listas más importantes y, tras el baño de egos entre la multitud, llegaría su peculiar evolución, una evolución que comenzará, como vimos, con su visita al regio Buckingham Palace. El dinero y las perspectivas que genera, como siempre, sigue doblegando voluntades y ennobleciendo, aunque sea sólo un espejismo, a sus poseedores. Después, tras ser nombrados caballeros, dejarían atrás su ñoñería cursi, la cuidada y repipi estética iniciática -aunque Paul nunca se desprendió del todo de ella y de Ringo más vale no hablar- y emprenderían desde la maraña de sus barbas desaliñadas aventuras más arriesgadas, tanto musicales como vitales.

The Beatles

Tonteando con las drogas y con los grandes santones orientales, pariendo canciones y aumentando, entre película y película, su legión de seguidores se plantarían, casi sin enterarse, durante el 69, en lo alto de la azotea de los estudios Abbey Road, a tocar Get back, con la oculta y siniestra intención de montar un escándalo y ser detenidos por la policía. Leyenda o no, lo cierto es que los tiempos ya habían cambiado y buena prueba de ello es que la policía se limitó a disfrutar de la actuación; incluso alguno de aquellos bobbies no pudo evitar bailar levemente y con cierta dignidad.

Y después, antes de certificar su defunción, llegó la mítica maldición japonesa, en forma de mujer. Cayó sobre los Beatles como una cizaña perniciosa, como antes cayera sobre la humanidad una maldición eterna cuando Eva aceptó la manzana tendida por un demonio en forma de serpiente. Seguro que también con los ojos rasgados.

Luego, los Beatles ya sólo eran historia. Al pensar en ello y mirar hacia el pasado, nos damos cuenta de lo deprisa que fue, y pasó, todo para todos.

Ayer se fue; mañana no ha llegado;

hoy se está yendo sin parar un punto:

soy un fue, y un será, y un es… cansado.

Francisco de Quevedo (Representábase la brevedad de lo que se vive…)

En menos de diez años estos recién llegados, Lennon y McCartney fundamentalmente, sin olvidar a un estupendo compositor como Harrison, baste recordar la memorable Here comes the sun, llenaron de melodías el presente y el futuro. Y no fue sólo su música, fueron ellos en sí mismos: su actitud, su rebeldía, su evolución desde el corte ramplón hasta las melenas del Abbey Road-Come together-, pasando por su alucinógena y alucinada etapa del Sgt. Pepper´s, donde una Lucy –L.S.D.-, en un cielo de diamantes, pintaba el mundo de colores.

Pero el loco de la colina

ve ponerse el sol

y los ojos en su cabeza

ven el mundo girando.

                                   The Beatles(Fool on the hill).

Larga vida a The Beatles.

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MEMORIA DE UN TIEMPO XIII-Juan Francisco Quevedo

XIII

CHUCK BERRY Y ELVIS PRESLEY

Chuck Berry, el genial guitarrista y compositor, tuvo la insolencia de sobrevivir durante cuarenta años a Elvis, lo cual no deja de tener su mérito, máxime teniendo en cuenta la biografía y la leyenda negra que circula en torno a las estrellas del rock. Murió con las botas puestas, afinando las cuerdas de su guitarra y riéndose un poco del mundo, como ya hiciera en tiempos el tío Bill, el viejo zorro de William Burroughs, mientras esperaba una muerte que no acababa de llegar nunca y que todos le vaticinaban año tras año, a la vista de los excesos de una vida disoluta.

Aunque el título de rey del rock se lo llevara Elvis sin remedio, yo creo que sería de justicia que, cuando menos, lo compartiera con Berry. Pero éste nació negro, muy negro y por si fuera poco un tanto rebelde. Sin embargo, Elvis nació blanco, guapo y además cantaba mejor que el mejor de los negros. Estaba claro quién sería el rey desde el principio.

Sólo un tejano blanco, envuelto en unas gafas de concha negra, de apenas 21 años fue capaz de rivalizar con Elvis en el corazón de América. Se llamaba Buddy Holly –Peggy Sue-. Una avioneta, estrellada contra un maizal en Iowa, tuvo la culpa de que el camino al trono se le allanara a Elvis y siguiera tan imposible como siempre para Berry. Don Mclean, en su hermosa canción American Pie, homenajea y recuerda el momento de la muerte de Hollly como el día en que murió la música.

Si Plutarco hubiese sido un hombre de nuestra época, un contemporáneo de esta música enloquecida, sin duda en su obra Vidas paralelas, hubiera dedicado un capítulo a estos dos músicos, como ya hiciera con las vidas de Julio César y el gran Alejandro. Sus carreras fueron casi paralelas y aunque Elvis siempre salió ganando en la batalla por la supremacía del rock and roll, Berry, con su mítica forma de tocar la guitarra en cuclillas y de lado, mientras daba saltos laterales-su famoso duck walk-, es el músico de rock and roll que más ha influido en la música posterior. Baste recordar las estupendas interpretaciones que han hecho de sus canciones bandas de la categoría de The Beatles o los Stones. Temas como Rock´n roll music, Maybellene, Roll Over Beethoven o Johnny B. Goode estarán para siempre en la historia de la música.

Chuck Berry y Mick Jagger

A pesar de ello, Berry nunca pudo sacudirse este resquemor de sentirse ultrajado en su paternidad rockera por el guapo de voz más profundamente negra -compartida quizás con la de Eric Burdon- que haya habido jamás, el enorme Elvis Presley. Un rey del rock que, sin embargo y paradójicamente, pasará al Olimpo melómano, además y fundamentalmente, por sus baladas.

Mientras Berry se conformaba, a la fuerza ahorcan, con el prestigio y el reconocimiento del establishment de la música rock, millones de jóvenes muchachas -las primeras teenagers histéricas de la historia- suspiraban y aullaban por el rey en todo el mundo, pero Elvis tan sólo tenía ojos para una adolescente, aún con los restos de la niñez en su rostro, de nombre Priscilla.

Elvis y Priscilla

Con ella, y con la aquiescencia de una aparentemente severa sociedad americana, acabaría casándose. Todo se le consentía a este lindo e inmaculado blanco, reconvertido en Alemania, a través del ejército americano, en chico bueno. Por las mismas razones-de nuevo las vidas paralelas-, tal vez algo más perversas, incluso pudiera ser que hasta más violentas, un negrazo como Chuck Berry habría de probar la dureza de las cárceles gringas.

Cabizbajos y vacilantes en torno al patio

desfilábamos en el cortejo de los locos.

No nos importaba: sabíamos que éramos

la brigada del mismísimo diablo,

y cráneos rapados y pies de plomo

componían una alegre mascarada.

                                            Oscar Wilde (La balada de la cárcel de Reading)

A Berry siempre le quedará, por lo menos, la elegancia de los grandes bailarines de claqué de Harlem. El espigado y renegado rockero de Missouri bien hubiera podido haber sido, por planta y estilo, un bailarín del Cotton Club, aquel local del neoyorquino barrio de Harlem en el que el gran director Francis Ford Coppola se inspiró para su película The Cotton Club.

Es más que probable que, después de muerto, esté bailando sobre su propia tumba mientras afina una Gibson. Y Elvis, junto a él, recuerda la versión que hiciera de su Johnny B. Goode.

Chuck Berry y John Lennon

Cuarenta y cinco años han pasado desde que escuchara la noticia: Ha muerto el rey del rock, ha muerto Elvis. Así como suena, sin apellido, el Presley le sobraba. Y hasta el Elvis le sobraba al rey. Fue un 16 de agosto de 1977 y la mala nueva no sorprendió demasiado a todos los que le habíamos visto últimamente en un escenario, aunque fuera en video. En el momento de la muerte tenía tan sólo cuarenta y dos años y parecía sobrevivir en un cuerpo que no era el suyo. Al menos, no en el cuerpo que recordábamos, el que le había convertido en un ídolo de masas, el primero asociado al rock. Eso sí, conservaba su voz espléndida; ¿cómo olvidar el concierto que dio en Hawaii en el 73? Ya se intuía el esperpento al que se iba encaminando; aunque con unos kilos de más y un vestuario estrafalario, seguía conservando su voz, su encanto y su enorme poder de seducción.

Elvis durante el concierto “Aloha from Hawaii”

Hacía mucho tiempo que el mundo había descubierto a este tipo blanco y guapo, muy guapo, con alma y voz de negro; el primer blanco con alma negra. A finales de los años cincuenta, Elvis ya había justificado su presencia, y la censura de sus caderas, en un show como el de Ed Sullivan, acostumbrado al swing y al clarinete de Benny Goodman, tanto como a la aterciopelada y profunda voz de Frank Sinatra, un crooner venido a más -tan a más que linda con lo sublime-. Aún faltaban unos años para deleitarnos, tanto con la interpretación apasionada de su mítica Strangers in the night como con el pop elegante de Something stupid; esta última junto a su hija Nancy. Sonaba por entonces su envolventemente maravillosa Come fly with me. Mientras su voz prodigiosa dulcificaba las emisoras de radio, Elvis, ya toda una estrella, vestía de uniforme militar en Alemania. Luego vino una carrera en la que unió un éxito tras otro hasta verse desbordado por la vida pero, pese a todo, Elvis siempre estaba ahí; había pasado su tiempo pero no su música. Elvis dejaba resbalar cadenciosamente las palabras en aquella maravillosa canción que ya canturreara, tan distinta, Al Jolson, El cantor de jazz, aquel cantante blanco que, betuneado de negro, interpretase la primera película sonora importante de la historia. Aquella maravillosa canción, Are you lonesome tonight, me viene ahora a recordar la placidez pastosa del trópico, la felicidad de la infancia, de una infancia tan privilegiada como la de los niños de aquellos años que empezaban a engordar a base de papilla prefabricada.

¿Está sola y triste esta noche?

… Cariño, mentiste cuando me dijiste que me amabas

y yo no tenía razones para dudar de ti.

Pero prefiero seguir escuchando tus mentiras

que continuar viviendo sin ti.

                                      Elvis Presley (Are you lone some tonight)

Han pasado cuarenta y cinco años desde que muriera Elvis Presley y nadie pone en duda que sigue siendo el rey del rock. Ahora bien, a su derecha, moviéndole la silla, sin duda se halla Chuck Berry.

Elvis Presley

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MEMORIA DE UN TIEMPO XII-Juan Francisco Quevedo

Grupo de estudiantes, en una de las multitudinarias manifestaciones de mayo del 68

XII

MAYO DEL 68

No obstante, y a pesar de todo, de todo el gran negocio en que se acabó convirtiendo toda aquella música y todas aquellas ideas de ruptura, frescas e innovadoras, el influjo de aquellos que nos precedieron llegará hasta nuestros días a través del mensaje que transmitieron, un amor por la paz y la naturaleza inconmensurable, una actitud ante la libertad de la mujer nunca antes conocida y un cambio en las relaciones sociales donde el diálogo y la tolerancia se imponen sobre el viejo ordeno y mando que había imperado desde el principio de los siglos.

Por otro lado, se produjo un cambio extraordinario en la manera de relacionarse el poder y los gobiernos con sus ciudadanos, volviéndose más transparentes y dando una gran importancia a las libertades individuales. Por no hablar de cómo cambiaron las relaciones personales en todos los ámbitos. Las relaciones paterno-filiales se hicieron más cercanas, abandonando aquel autoritarismo a ultranza que nos llegaba a través de la escuela, la universidad y cualquier esfera de poder, por muy cotidiana que fuera. Se produjo una gran paradoja: aunque nada cambió de inmediato, después de aquellos años nada volvió a ser igual.

Por tanto, aquel influjo de aquellos primeros idealistas ha calado en las sociedades futuras hasta tal punto que hoy en día seríamos incapaces de reconocernos en ellas. Aquel sacrificio no fue en balde. El mayo del 68 francés fue su culminación y, de alguna manera, aunque pensaran que también fue su funeral, el lugar donde se inició una sucesión imparable de cambios, que se sustentaban directamente en muchas de las ideas que desencadenaron el mayo del 68. No tardarían en acabar germinando en las sociedades que surgieron a raíz de aquellos acontecimientos.

Ante lo que se le venía encima, un visionario general De Gaulle, bien adiestrado en Argelia, ya entrenaba a los gendarmes, en sus cuarteles, para dar palos, y no de ciego precisamente, cuando llegase el momento, a la consecuencia intelectual de aquello que tanto había irritado al poder establecido. Sartre, Malle, Genet y compañía aún dormían el sueño del ser y la nada, junto al casino de Atlantic City, madurando lo que estaba por desbordarles, por desbordarnos a todos. Una revolución basada en la rebeldía y en la negación de todo aquello que representara el orden antiguo, estaba a punto de estallar.

Discurso del general De Gaulle el 24 de mayo en la TV francesa

El espíritu Dadá emergía nuevamente y ahora traspasaba las fronteras artísticas para llevarlo hasta la vida misma, hasta la cotidianeidad de estos jóvenes que adquirían un compromiso, casual y nada premeditado, en su manera de hacer y actuar en la vida. Con ese nuevo cuestionar todo y a todos, justo cuando Tzara está a las puertas de la muerte, pareciera que su legado, de alguna manera, quisiera estar vivo. Desde su excesivo grito nihilista Dadá es nada, Tzara y su grupo mostraban su rechazo hacia todo lo ya existente e iniciaban una nueva búsqueda de respuestas, distintas a las anteriores, a través de ese espíritu Dadá, un espíritu que trata, a la vez, de implicar e impactar, básicamente a través del arte en todas sus manifestaciones. A ese arte se ha de llegar, y entender, libremente, con un espíritu creativo completamente desinhibido que conduzca a desarrollarlo de manera espontánea. De alguna manera, es dar un paso más lejos de lo que, primeramente, se intentó con la escritura automática, siendo algunos versos de  Poeta en Nueva YorK, de Federico García Lorca, un buen ejemplo de ese surrealismo irracional y casual, al que tanto se aproxima.

Las nuevas generaciones afloraban con ese ánimo, tal vez más comprometido, y se esforzaban por trasladarlo a cada minuto de su vida. Desde la negación, indagaban buscando siempre algo nuevo y ese algo lo encontraron en la música, en el arte, en la vida, en el amor y en las drogas. No buscaban más que libertad y fue casi lo primero que perdieron. La buscaban denodadamente, a través de unos parámetros diferentes que fueran capaces de acabar con todo el orden anterior. Fue una revolución ruidosa que acabó impregnando todas las sociedades y todas las conciencias. Una revolución que incluso alcanzó a todos aquellos más reacios a renovarse. Su espíritu pervive suavizado y domesticado en las sociedades actuales. Pero antes de asimilar este movimiento cultural, por el camino fueron quedando un reguero de cadáveres, poco exquisitos.

Para 1.968 la brecha generacional abierta era inmensa, tanto en el pensamiento como en las costumbres y, además, iba impregnando y ganando adeptos hasta en la propia burguesía. Todo culminará en aquel mayo del 68, un mayo florido que se convertirá en el cementerio sobre el que reposan las ilusiones perdidas de todos los que se creyeron capaces de romper con todo lo anterior, incluso con violencia, con la irritada violencia de una quimera llena de utópica libertad. Quizá el pensamiento de Sartre refleje el sentir de los tiempos, unos tiempos en los que todo debe cuestionarse para reducirlo a la nada. Es la forma de rebeldía del ser y, a la vez, es la expresión de su relación con la nada. En fin, de alguna manera, los jóvenes de la época son herederos de la angustia del más lánguido de los romanticismos pero, substituyendo su melancolía angustiada, desde la que intuyen al ser, como diría Heidegger, como algo concebido para la muerte, por la vitalidad existencialista que imprimen a su manera de vivir, en todas sus manifestaciones.

A partir del 3 de mayo, se produjeron serios enfrentamientos en París con la policía

Frente a un hombre, inmerso en un destino radicalmente trágico, siempre hay quien intenta liberarle y, en ese sentido lúdico y festivo, los sesenta -su espíritu- se separan de cualquier pensamiento revolucionario anterior.

El mayo del 68 fue una revolución que, a pesar de su teórica derrota, en cuanto a esperanza revolucionaria, salió vencedora en el campo ideológico. De hecho, la sociedad que surgió de las cenizas revolucionarias fue radicalmente distinta; se acabó, como decía al comienzo, con un autoritarismo heredado, tanto en la casa como en la escuela, dando un giro absoluto a todo el proceso educacional. Se acabó con la permisividad pasiva hacia cualquier modo de injusticia, como el racismo, poniendo en liza y al alza valores como el pacifismo y el ecologismo. Se cuestionó un capitalismo feroz y salvaje, capaz de destruir cada vez más a los más desfavorecidos, y se buscaron nuevas vías para conseguir una sociedad más justa y solidaria. Así mismo, se denunció el abuso de autoridad de las propias democracias y el excesivo control, sobre sus ciudadanos, de las mismas, abriéndose un nuevo camino para conseguir vivir en un mundo con mayores libertades y cada vez más alejado de la sociedad orweliana de 1.984. Incluso se comenzó a valorar el medio ambiente como algo que merecía la pena proteger y conservar, al estar en constante peligro por culpa de esa vieja lucha entre progreso y deterioro ambiental.

En la naturaleza la mejor política es ser lo más conservador posible.

                                                                                         Werner-Heisenberg

Pero, sin duda, y con ello quiero concluir, una de las grandes herencias de los sesenta es el papel de la mujer en la sociedad. Por vez primera en la historia lucha decididamente por incorporarse a sus estamentos, demandando las mismas oportunidades que los hombres, luchando por cambiar las viejas leyes que protegían el machismo heredado y exigiendo la igualdad en todos los terrenos. El germen para una nueva mentalidad estaba sembrado. Se podía, por fin, llevar a la vida el sueño que Ibsen expresara, casi cien años antes, en el teatro.

Una mujer no puede ser auténticamente ella en la sociedad actual, una sociedad exclusivamente masculina, con leyes exclusivamente masculinas, con jueces y fiscales que la juzgan desde el punto de vista masculino… Nuestra sociedad es masculina y hasta que no entre en ella la mujer no será humana.

                                                                                                      Henrik Ibsen

Antidisturbios franceses en el Barrio Latino de París, el 6 de mayo, reprimen una manifestación estudiantil

El portazo final que da Nora, en la obra Casa de Muñecas, para abandonar un hogar donde ha estado y se ha sentido encarcelada, es el golpe de aldaba más fuerte que se haya dado, y fue en 1.879, para simbolizar el adiós a una sociedad que relega a la mujer a vivir según las normas establecidas por un entorno absolutamente machista.

Como decía un slogan de entonces, los jóvenes dejaron de mirar el dedo para ver lo que señalaba, la luna. Y, mirándola, comenzaron a soñar, a soñar y a creer que era posible derribar arcaicas ideas, arraigadas durante siglos en los entresijos de una sociedad anticuada pero implacable.

En cualquier caso, la sociedad actual es depositaria de aquel espíritu que culminó en aquel mayo del 68 de hace ya más de cincuenta años.

Manifestantes se enfrentan a la policía frente a la librería Joseph Gibert, en el Bulevar Saint Michel, el 6 de mayo de 1968 en París

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HA MUERTO CHARLIE WATTS-Juan Francisco Quevedo

En mi habitación de estudiante a los 19 años. En la pared, Charlie Watts, acompañado de Jagger y Brian Jones

HA MUERTO CHARLIE WATTS

Los Stones fueron un grupo salvaje y desbocado –Wild horses-, en el cual tan solo Charlie, el elegante batería de la banda, el hombre discreto y músico talentoso, el caballero amante del jazz y de Skinnay Ennis, se ponía, con su porte impecable, a salvo del naufragio de desenfreno en el que se vieron envueltos durante casi veinte años. Después, Mick, el cerebro contorsionista del grupo, el juglar moderno por excelencia, a sólo un paso -nunca llega a darlo- de la bufonería más medieval, se convertiría, con la fe de los conversos, a la macrobiótica y al jogging. Ver para creer. Charlie tal vez fuera, en realidad, el contrapunto sosegado a ese icono de la modernidad, a esa guindilla, con fuego en el trasero, de Mick, y a la incontrolable desmesura -nunca extinguida del todo- del guitarrista, el gran superviviente de todo tipo de excesos, Keiht Richards.

En estos días nos llegó la triste noticia de la muerte de Charlie Watts; con él se va el discreto encanto de la elegancia que ha acompañado al rock durante casi sesenta años. Nadie como él representa un estilo único y personal, totalmente al margen de la iconografía vanguardista, ya clásica, de las diferentes puestas en escena que surgieron con la música de los sesenta. Fue un anacronismo surrealista, la antítesis necesaria y precisa para resaltar el histrionismo de un Jagger juglaresco y de un Richards sumido, cuando no consumido, en sus particulares paraísos artificiales. Se ha ido una excepcionalidad reverente que disfrutaba mucho más del jazz y del blues que tocaba en pequeños clubs que de las grandes y multitudinarias giras de los Stones.

Se le echará en falta pese a que, debido a su poco afán de protagonismo, hubiese sido lo último que hubiera deseado.

Aunque con la irremplazable ausencia de Charlie, ahí siguen los Stones, parece que en plena forma y no como esas viejas estrellas gordinflonas que pasean sus kilos por los escenarios con sus viejos temas de siempre. Pudiera parecer que el tiempo no ha pasado, pero vaya que si ha pasado; no hay más que ver sus caras. Y su voz, la voz de Mick que, sin embargo, parece seguir moviéndose y contoneándose como siempre, con esa electricidad discontinua tan característica en su persona. Keith, permanece amarrado a su guitarra, deambulando por el escenario como un zombie místico mientras que nos falta Charlie que quebró su pacto con el diablo para seguir siendo una estatua románica, hierática y elegante. Cuánto más hubiera pegado como batería de un club de jazz antiguo o como uno de los apóstoles en piedra del Pórtico de La Gloria en la catedral de Santiago de Compostela. Y, sin embargo, cuánto nos cuesta imaginarnos a los Stones sin él.

Sirvan como epitafio, a una época que se extinguirá con sus satánicas majestades, los versos de Manuel Machado:

Es tarde… Voy de prisa por la vida. Y mi risa

es alegre, aunque no niego que llevo prisa.

Charlie Watts

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MEMORIA DE UN TIEMPO XI-Juan Francisco Quevedo

XI

LA HERENCIA DE LOS SESENTA. EL GRAN ESPECTÁCULO DEL ROCK

A finales de los sesenta germinarán bandas de música que eclosionarán con potencia y unos decibelios bárbaros en los setenta. Irrumpirán en el panorama musical con una fuerza inusitada, con melodías brutales que girarán en torno a guitarras poderosas y con bajos y baterías potentes y avasalladoras. Ese tipo de música se conocerá y adquirirá el nombre de un personaje de una novela de Burroughs, heavy metal, y la liderarán grupos como Led Zeppelin, capaces de hacer, como casi todos los grupos de rock duro, las mejores baladas de la época –Stairway to heaven-, por obra y gracia de formar parte de sus bandas cantantes con voces privilegiadas, dotadas de unos agudos que serán otra de las características inherentes al heavy metal.

Estas formaciones alcanzarán su máximo esplendor en los primeros setenta y no sólo aportarán una música estrepitosa y poderosa sino que darán lugar a un aspecto y a una forma de vivir característica y peculiar, en la que las largas melenas y el cuero negro crearán una estética propia que los identificará como una de las tribus más llamativas asociadas al rock. Sólo unos años después el punk dará una vuelta impensable de tuerca a esta moda, introduciendo en ella pantalones perfectamente ajustados a sus cuerpos perforados y demacrados, así como cabellos peinados y teñidos de manera tremendamente excéntrica.

El heavy fue la evolución natural y la salida del rock psicodélico y sinfónico, tal y como le ocurrió al grupo Iron Butterfly, quizá los primeros americanos herederos del espíritu de San Francisco en pasarse al heavy metal. Pero serán los geniales Jimmy Page y Robert Plant, líderes de los Zeppelin, los verdaderos reyes de esta atronadora música. Contemporáneos a ellos, aparecerán grandes grupos, como los Deep Purple, verdaderos héroes del hard más arrollador –Women from Tokio– y del riff más famoso de la historia –Smoke on the water– o los Black Sabbath del excéntrico Ozzy Osbourne –Paranoid-.

Pero la música en aquella década ya era un gran negocio que dirigían las grandes multinacionales del sector, abandonando definitivamente el halo romántico que la había acompañado durante los sesenta. Y con ella y con ese primer espíritu que tuvo el rock, también quedó atrás en el desgastado azogue del espejo todo lo que había surgido a su alrededor, como aquellas comunas autosuficientes, donde reinaba un colectivismo preciso, donde sólo se producía lo estrictamente necesario para subsistir. Comunidades que sólo salían adelante por un feliz, desinhibido y despreocupado dejarse ir –laissez faire-. De igual manera, atrás quedaron, junto a la sacerdotisa María Sabina, los hongos alucinógenos, inyectadores de longevidad, a ritmo de Monterey, la hierba mejicana, el ácido y los cadáveres de algunos ídolos, velados en el neoyorkino Chelsea Hotel.

Tras los primeros tiempos, tras el estallido hippie, tras el flower power, el mundo del rock se transformó en una gran industria, en un gran negocio capaz de mover grandes masas de personas y de dinero. Siguieron apareciendo buenos grupos, se siguió haciendo buena música pero, salvo la frescura suicida del movimiento punk -Patti Smith, Ramones, Pistols, Clash…-, que quiso poner en cuestión toda la sofisticación que había invadido el sistema, combatiéndolo bajo el lema hazlo tu mismo, no hubo ninguna inquietud seria que arrastrase de nuevo a la gente como en los sesenta.

Patti Smith, sin duda la reina de ese movimiento trasgresor, intentó mantener un mensaje lírico a través de las cuerdas duras de una guitarra. Con un sonido sucio y primitivo, que pretendía llevar el rock a sus raíces, Patti devolvió a la música la pasión y el desenfreno de un Rimbaud moderno, recién inmerso en el infierno, en su infierno personal. Con esas premisas y con su Her heroes got wings inaugura toda la escenografía que desembocó en el punk.

Yo era un poco fantasiosa. Cuando era una cría me ataba trapos a la cabeza. Temía que por la noche se me escapase volando el alma. Que mi aliento vital se parase. Así que dejé las drogas y me lancé a una danza frenética total.

                                                                                              P.Smith                                                                                                         

Patti Smith

Luego vendrían un par de discos y su Because the night, escrito a medias, a través del teléfono, con un Bruce Springsteen que aún no era lo que llegó a ser.

Salvo estos destellos de independencia brutal, en los setenta un aire distinto inundó el ambiente del rock; todo cambió para ser un enorme y gran negocio que hacía creer y pensar a sus consumidores que aquello por lo que vivían y a lo que se entregaban en cuerpo y alma era un fenómeno marginal, cuando la realidad era que estaban manipulados y absorbidos absolutamente por el sistema que creían combatir. El sistema los asimilaba de una manera tan sutil que ni tan siquiera reparaban en ello.

En ese mundo de asimilación, por parte del establishment, en que se habían convertido el universo del rock, todo lo que hasta entonces había sido marginal y pobre comercio se convirtió en mercadería poderosa. Más allá de los millones generados por las drogas, florecieron al olor del negocio que generaban estas tendencias todo tipo de señuelos que se podían adquirir previo pago. Podían verse cientos de imágenes y anagramas progres asociados al rock, estampados en cualquier parte y en consecuencia podía verse desde una hoja de marihuana dibujada en una camiseta hasta las más variadas enseñas rockeras pintadas en todo tipo de trapos, cueros, anillos y cualquier objeto imaginable. Y de esta agresiva manera la industria, apoyándose en un marketing salvaje y descarado, inundó el mercado con la imagen del Che, con la de Mao, con la de Mick Jagger y con cualquier símbolo -desde el anarquista hasta el de la paz- capaz de traducirse en dinero. Todo por la causa que imponía el mercado.

El negocio de la progresía y sus aledaños convirtieron a estos líderes y a estos símbolos anticapitalistas en los mejores recaudadores de toda la historia moderna. Bien es verdad que todas estas paradojas ya no extrañan a casi nadie.

En la construcción de la vida, lo que interesa no es el logro material de lo que se persigue, sino el actuar como se debe.

                                              Lucio Anneo Séneca (Cartas a Lucilio, LXXXV)

Los chavales que se identificaban desde su ingenuidad con estas tendencias, se convertían con toda su buena voluntad en abanderados de las causas que les imponían. Y así hasta hoy en día, en que los jóvenes son, de hecho, el sector social más estudiado y al que va destinado la mayor parte de los mensajes de la industria propagandística por parte de los mejores publicistas del mercado; en este caso, de un mercado, tan solo aparentemente, marginal, capaz de mover cifras escalofriantes.

No hay mejor bandera que la que arde.

 Juan Francisco Quevedo (Iconoclastia radical, inspirada por Jean Genet)

Logos del rock

En ese universo de mánagers, publicistas, esteticistas, estilistas, técnicos en imagen, etc, en que se vio envuelto el mundo del rock y del pop pareciera que sólo John Lennon tuviera la suficiente independencia como para pasarse una semana en la cama, a favor de la paz, sin que nada de esto le preocupase lo más mínimo.

Todos hablan de

mochilas, greñas, rollos, locos,

harapos y marcas.

De esto y aquello,

modas, modas y más modas.

Todos hablamos

de darle una oportunidad a la paz.

                             John Lennon (Dále una oportunidad a la paz)    

A pesar de todos los pesares, en los setenta surgirán grandes cantantes y grandes grupos -Queen, Dire Straits, Bruce Springsteen…- pero ya nada volverá a ser como en aquella década en que se sintió que el mundo se podía cambiar simplemente con buena voluntad, mucho amor y toda la paz interior que fluía a través de las mentes de aquella generación perdida, aunque no olvidada. Los movimientos espontáneos que utilizando la música como estandarte arrastraron a la juventud del planeta han desaparecido, o están a punto de hacerlo y, con ellos, no sólo desaparecieron Hendrix, Morrison, Brian Jones, Keith Moon, Joplin, Syd Barrett y tantos otros sin nombre a quienes mató, o anuló -casi es peor-, la dura experiencia de vivir desenfrenadamente, sino que se llevaron por delante la emoción y el sentir de toda una generación de idealistas rebeldes sentimentales que, por un momento, creyeron en la utopía de un mundo mejor así como en una armonía vital que les condujese directamente a la felicidad.

Todo mi ser se encuentra en una armonía perfecta…

Espero todo el futuro.    

                                                                                   Schiller

Sex-Pistols

En torno a este mundo de la música, y más concretamente del rock, surgirá una nueva estética, zarrapastrosa y desaliñada, muy alejada de la estética estudiada y de marca, también desaliñada, aunque no zarrapastrosa, de hoy en día. Era una anti moda liberadora y llena de autenticidad, sin anagramas en la solapa, que daba la espalda a todo lo que olía a nuevo y recién empaquetado. Sólo se buscaba una comodidad que, en sus formas y colores, fuera capaz de conjuntarse con la luz virginal de la primavera. Flores, amor y una paz ruidosa acompañaban incluso aquella manera de ir y vestir por el mundo. La sociedad consumista los miraba con recelo, mientras los acechaba y estudiaba como futuras víctimas.

Sabíamos como cambiar el mundo, pero quienes lo controlan también lo sabían; asimilaron lo menos peligroso para su cultura consumista y reprimieron lo más liberador de la nuestra… Se apropiaron de las celebraciones de masas que habíamos creado, las pervirtieron, las deshumanizaron…         

                                                                                           John Sinclair

Pronto la sociedad opulenta del consumismo más desenfrenado asimiló todo aquel desfase, incongruente y libre, y lo convirtió, cómo no, en un gran mercado alternativo y millonario, en el que juegan con la ingenuidad y el altruismo filantrópico de unos jóvenes que se adhieren a la causa del consumo, a través de un engaño sigiloso pero implacable, mientras les hacen creer que van en su contra. Luego, más tarde, vendría el descaro, con una avalancha comercial inusitada, una publicidad desenfrenada y un mercado despiadado imponiendo sus reglas logotipadas, su ropa deportiva y sus anagramas, donde conviven, en una igualdad aparentemente desigual, el signo de la paz con un lagarto imposible sin el menor de los sonrojos. Parece que todo está bien, parece que todo vale, incluso moral y éticamente. Pero este desaguisado al que hemos llegado, en el que todo y todos parecen iguales a todo y a todos, vino bastante después. Sólo es una falacia, una pura apariencia, la fachada que pervive única y exclusivamente en el escaparate de la vida, en el escaparate de una falsa sociedad que aparenta que no existen grandes diferencias sociales, en la que hacen creer a los más desfavorecidos que se pueden igualar, a través de la uniformidad, con aquellos que no necesitan nada. Pero lo verdaderamente cierto es que no vale lo mismo el aparentemente mismo pantalón, comprado en un popular centro comercial que en una prestigiosa tienda de firma. Al final, el pez grande sigue comiéndose al chico, tal y como lo viera el gran Alejandro en su imaginado viaje al fondo del mar, donde confirma lo que ya el viejo Pericles predicara en la vieja Atenas.

… notó como los grandes comían los menores,

los chicos a los grandes tenían por señores;

los fuertes maltrataban a todos los menores.

                                                        Libro de Alexandre

Queen en el Hotel Sheraton de Buenos Aires en 1981

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MEMORIA DE UN TIEMPO X-Juan Francisco Quevedo

Martin Luther King con sus hijos Martin, Dexter y Yolanda, y su esposa Coretta, en marzo de 1963.

X

MARTIN LUTHER KING

Un mes de enero, Martin Luther King murió asesinado antes de cumplir los cuarenta. Paradójicamente con su muerte nació una leyenda, la del hombre que luchó por la igualdad racial hasta las últimas consecuencias. Hoy, su lucha, sus palabras y sus ideas, aquellas por las que entregó su vida, están en la memoria colectiva de la humanidad más vivas y vigentes que nunca. Para comprender las circunstancias que le llevaron a una muerte anunciada nos tenemos que remontar a aquella época convulsa que explosionó tras el magnicidio de John F. Kennedy.

 Los años que precedieron al asesinato de Martin Luther King fueron tiempos de turbación, tribulaciones y cambios, en los que se pretendieron hacer otras cosas, cosas que jamás se habían intentado con respecto a la minoría negra. En los Estados Unidos de América, el presidente Johnson intentaba llevar a cabo uno de los sueños del anterior presidente, luchar decididamente contra la pobreza. Ese sueño imposible se estrella contra una sociedad que se cuece en su propio caldo de autosuficiencia y liberalismo extremo, por lo tanto, el principal mandatario estadounidense no podía haber elegido peor momento para la puesta en práctica de tan ambicioso plan. Por un lado, se encuentra con el frente abierto en Vietnam y por otro, con el clima de auténtica guerra civil existente en numerosos estados de la Unión como consecuencia de un sinfín de disturbios raciales propiciados, en gran parte, por la enorme brutalidad de la policía.

Martin Luther King (1929 – 1968) y su esposa Coretta Scott King lideran una marcha por el derecho al voto de la población negra desde Selma, Alabama, hasta la capital del estado, Montgomery.

El año 63 va a ser un año decisivo en la lucha por la igualdad racial. Los paladines de la democracia, en el país de los dentistas -como define Joseph Brodsky a los Estados Unidos-, no sólo segregan a sus conciudadanos sino que los humillan e incluso, por omisión, los asesinan. Por no tener, entre otras muchas cosas, no tienen ni el derecho a orinar en un váter público, ni a sentarse en un autobús si hay blancos de pie y sólo pueden entrar a tomarse una cerveza en aquellos bares en los que la ley o la costumbre se lo permita. Solamente pueden acudir a desahogarse, o a emborracharse, a locales de negros y para los negros, situados, por supuesto en barrios de negros, para no contaminar la clara palidez de los blancos. De alguna manera, en algunos estados y en las retinas de millones de americanos, los negros son vistos aún, pese a que la esclavitud está abolida desde hace cien años (1865), como seres inferiores, destinados a la esclavitud. Al igual que con las mujeres y los esclavos, en la Grecia clásica, pareciera que los hombres y mujeres de raza negra carecieran de alma. Estaba claro que si bien lo cierto es que ya no eran esclavos, otra cosa bien distinta es que disfrutaran de los mismos derechos civiles que la población blanca. El camino para la igualdad no había hecho sino comenzar a andar. Eso sí, con virulencia inusitada.

Alabama, en el profundo y pastoso sur de Tennessee Williams, iba a ser el estado que encendiese la llama de la rebeldía en los corazones, hasta entonces acobardados, de los negros. Las revueltas en la lucha por los derechos civiles de esta minoría maltratada llegaron a ser tan intensas que el presidente Kennedy se vio obligado a enviar tropas, en un intento vano de apaciguar ánimos. En balde.

La primacía blanca, con toda su intelectualidad caduca e inhumana, comenzaba su descenso a unos abismos de los que nunca debió haber salido, hacia el mismo infierno al que había condenado a los negros durante siglos. La rebelión era imparable y se extendía como un reguero de pólvora por todo el país. Un negro de alma -al fin, con ella- blanca se pone al frente de esta marea reivindicativa. Su simple nombre, Martín Luther King, es ya todo un mito en la lucha por la libertad y por la igualdad de derechos.

La libertad consiste, por lo demás, en el hecho de que cada cual es libre de vivir a su gusto.

                                                                                                        Aristóteles

Todos los negros del país, y muchos blancos de alma negra, se unen a él en la Gran Marcha por los Derechos Civiles. Llegan a la capital de la nación, Washington, en agosto del 63. Es allí, frente a esa ingente masa esperanzada, desde el Lincoln Memorial, cuando Martín Luther King dijo haber tenido un sueño, el sueño de la igualdad, un sueño que aún, de alguna manera, todos los seres de alma compasiva estamos esperando se haga realidad. En cualquier caso, aquel año se dio un enorme paso dejando ese sueño mucho más cerca de lo que hasta entonces estaba. Por entre la gente que asistió ya se empezaban a ver las melenas de unos jóvenes que se unían a cualquier movimiento que predicara la hermandad y la igualdad a través del amor y del buen rollo. Al año siguiente, durante el 64, Martin Luther King fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz. Nunca un hombre honró tanto a un premio.

Martin Luther King recibe el Premio Nobel de la Paz en Oslo en 1964

Con el paso del tiempo se vieron cómo las expectativas generadas y las promesas vertidas se iban quedando a medias. La insatisfacción creada hará que en el 66 se funde el llamado Black Power-Poder Negro-con sus panteras. La radicalización fue una consecuencia -aunque alejada de las intenciones de King- del desengaño ante las proposiciones incumplidas. En ese ambiente, confuso y enrarecido, Malcolm X y Ángela Davis iniciarán un camino de enfrentamiento directo y abierto que les llevará a la muerte, según algunos, y al martirio, según otros. Ni más ni menos que el mismo camino seguido por tantos durante estos convulsos años donde tanto se pretendía cambiar consiguiéndose, al final, abrir una brecha en la mentalidad de un mundo que ya nunca volvió a ser igual pero en el que aún queda mucho por hacer.

Black power. Dos atletas afroamericanos, Tommie Smith y John Carlos, medallas oro y bronce en la prueba de 200 metros en las Olimpíadas de México-68, en el podio mostrando su descontento con ese gesto.

Desde luego, los sesenta supusieron una ruptura con respecto a la mentalidad pacata heredada. Ni a las guerras, ni a la mujer, ni a los negros, ni a casi nada se siguió viendo bajo el mismo prisma. Quizá fuera lo único que se consiguió pero, a través de esa grieta, hecha en una sociedad bien pensante, se fueron colando mecanismos que dieron lugar a enormes avances sociales. En este duro camino, difícil, y a veces equivocado, fueron quedando cadáveres anónimos y públicos. Tal vez ninguna revolución armada consiguiera tanto como esta revolución de las mentes y las costumbres. Con ella, con esta revolución de amor, música y paz, los negros, tras salir de los agujeros a los que habían sido relegados, no se iban a conformar con migajas de libertad. Prosiguieron en una lucha llena de obstáculos y malentendidos, de odios y pistolas. Un fiel reflejo de todo ello, de toda la tensión social acumulada hasta entonces, fue la subida al podio, de la mayoría de los atletas negros, enarbolando en su puño un guante negro, símbolo inequívoco de su poder. Las Olimpíadas celebradas en México en el año 1.968 fueron testigos del hecho.

La llama de la rebeldía, en esa lucha por la igualdad, había prendido en los corazones de unas nuevas generaciones que no estaban dispuestas a ver, impasibles, cómo un hombre era capaz de humillar a otro hombre. La lucha por la libertad, a través de la igualdad, aún continúa y continuará mientras que ocupen el poder hombres ambiciosos y mezquinos; esa lucha proseguirá mientras quede sobre la faz de la tierra un hombre, merecedor de tal apelativo.

Ante la situación generada, tan proclive a producir violencia, Martin Luther King, el líder de la minoría negra, llama, desde su estatura ética, a la resistencia pacífica. No todos recogerán el guante de la paz, ni estrecharán su mano tendida sino que, bien al contrario, se radicalizarán y pasarán a la acción, con lo cual una parte del movimiento que lucha por la igualdad de los derechos civiles se fragmenta y pasa, de alguna manera, a la clandestinidad de las acciones violentas, cuando no armadas. A pesar de la adversidad, a pesar de las humillaciones, a pesar de la represión estatal, incluso a pesar del siniestro Ku Klux Klan, Martin Luther King supo estar a la altura de unas circunstancias que hubieran destemplado a cualquier ser humano.

Los peligros descubren a los hombres,

les dan a conocer los infortunios,

pues entonces por fin del hondo pecho

son proferidas voces verdaderas:

la máscara se quita y queda el hombre.

                                                    Lucrecio (De rerum natura)

King era el hombre que dijo haber tenido un sueño, el sueño de la igualdad. Cuando pronunció su famoso discurso aún no conocía el destino personal que le reservaba la providencia de su propia ensoñación, aunque, quizá, como dijera Macedonio Fernández, intuyera que la vida no es más que el susto de un sueño. Y entonces, digo yo, la vida es algo así como los siete tragos de agua que te tienes que tomar sin respirar para que, con el susto de vivir, se te quite el hipo.

El cuatro de abril de 1.968 Martin Luther king es asesinado en la ciudad de Memphis, la patria de un Elvis que para entonces ya había logrado que el rock barriese el mundo. Un día King, parafraseando a Gandhi, había dado una lúcida vuelta de tuerca a la ley de Talión.

Aquella antigua ley del ojo por ojo acabará dejando ciego a todo el mundo.

M.L. King en el Motel Lorraine momentos antes de su asesinato

Aquel cuatro de abril dejó de ver, y mirar, para siempre, víctima de la incomprensión y el racismo de un país, el suyo, tan sumamente anacrónico y voluble. En cualquier caso, no fue más que el desenlace lógico de una muerte anunciada. Pero a pesar de conocer su suerte, se exponía a la muerte con la dignidad de los antiguos caudillos americanos, con la misma con la que Caupolicán, ante la incredulidad de su pueblo, caminaba hacia el cadalso dispuesto a ser empalado y asumir su trágico destino.

… Descalzo, destocado, a pie, desnudo,

dos pesadas cadenas arrastrando,

con una soga al cuello y groso ñudo

de la cual el verdugo iba tirando,

cercado en torno de armas y el menudo

pueblo detrás, mirando y remirando

si era posible aquello que pasaba,

que, visto por los ojos, aún dudaba.

                                                                    Alonso de Ercilla (La Araucana)

El espíritu de Martin Luther King pervive a través del tiempo, cristalizándose en la tolerancia de una sociedad cada vez más concienciada y más combativa en la lucha contra la injusticia y la desigualdad. Con su muerte quisieron enterrar el mito pacifista de King pero no fue más que un empeño inútil, pues si bien consiguieron que muriera el hombre, no hicieron sino más que alimentar el mito. La ideología pacifista que había representado en vida le acompañó más allá de la muerte, convirtiéndolo en un mártir.

Es mucho más difícil matar a un fantasma que a un ser real.

                                                                                 Virginia Wolf

Hoy, como un ser espiritual, como un fantasma benéfico, se invoca su nombre como un ejemplo de luminosidad, como un espejo en el que mirarnos a la hora de caminar en la senda, a veces todavía angosta, de la igualdad de las razas.

Martin Luther King, durante su histórico discurso en Washington

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MEMORIA DE UN TIEMPO IX-Juan Francisco Quevedo

Abril de 1967. Muhammad Ali, el mejor boxeador de todos los tiempos, al negarse a ir a la guerra de Vietnam, fue condenado a cinco años de cárcel.

IX

LA GUERRA DE VIETNAM

Pero si hubo un hecho trágico que marcó a aquella generación, sin duda, fue la guerra de Vietnam; este acontecimiento tan decisivo merece un análisis más detallado.

La vida nos inunda de paradojas y mientras las enseñanzas de Gandhi penetran entre las nuevas generaciones de unos jóvenes que se divierten bailando descoordinadamente, tal y como les surge del alma, el siempre todopoderoso Congreso de los Estados Unidos de América se prepara para hacer bailar, al son de los bombardeos sobre Vietnam, a toda la población, civil o no, de aquel lejano país. Bien es verdad que la orden surge para represaliar al enemigo tras el ataque al destructor Maddox, pero las consecuencias de la decisión van a ser nauseabundas, así como uno de los ejes de todo el movimiento juvenil de la época que culminará, extinguiéndose por asimilación del propio sistema -aquello contra lo que tanto se luchó-, con el mayo del 68 en París.

Lyndon B. Johnson, presidente circunstancial de los Estados Unidos tras el asesinato de J.F.K., asume su cargo, de manera electiva, tras derrotar en las elecciones a un candidato republicano de nombre impronunciable y, además, perdido en el recuerdo, o sea relegado al olvido. El presidente Johnson obtiene del Congreso americano plenos poderes para actuar contra el régimen de Hanoi, en lo que se interpreta como una declaración de guerra formal y en toda regla. Una guerra que llevará la muerte y la ruina a Vietnam y la destrucción moral a Estados Unidos, un país al que acabarán abandonando en esta locura hasta sus propios conciudadanos. Pero, la suerte, aunque fuera para mal, estaba echada; a finales de 1.965 ya habían sido embarcados hacia esta península asiática, a la que los ciudadanos estadounidenses eran incapaces de situar en el mapa, más de 150.000 soldados.

Las protestas contra la guerra, primeramente las encabezarán casi espontáneamente un grupo de chalados melenudos, mal vestidos, amantes de las flores y las primaveras, que celebran sus días cantando al amor -al amor hacia todo en su afán panteísta- y ahora también a la paz. Pronto, a medida que se vayan conociendo las barbaridades del Napalm y las masacres de civiles junto, por si fuera poco, al masivo uso de productos defoliantes, destructores de la vegetación, los cultivos y el ecosistema, la indignación en el mundo será masiva, calando así mismo en su propio país, un lugar en el que se está acostumbrado a ganar siempre y en cualquier circunstancia y que no podrá resignarse, ni asistir impasible, a la derrota moral de su propia sociedad mientras presencia, con inmenso sufrimiento, la llegada de una enorme procesión inacabable de cadáveres de jóvenes compatriotas.

1972. Niña survietnamita desnuda, impregnada de napalm y chillando de dolor, corre hacia la cámara por una carretera con los brazos abiertos.

No podemos olvidar que aquella lucha por la paz empezó con este grupo de hombres, un poco bendecidos por la locura de los más cuerdos, a los que llamaron hippies. Representaban justamente lo contrario a lo que simbolizaban los valores tradicionales del espíritu de su propio país, traicionando por los cuatro costados el tan traído y llevado sueño americano. Su rechazo a la guerra irá inundando las calles de protestas pacíficas -como no podía ser menos-, pero eficaces, a las que se irán uniendo cada vez más voces y todo ello culminará, en una explosión colorista, con la masiva marcha del verano del amor, durante la cual sus participantes se convierten en auténticos guerrilleros de la paz.

A esta catarsis colectiva de paz y amor se sumarán las siluetas de personajes famosos, tales como la del gran campeón de los pesos pesados, el en otra hora llamado loco de Louisville, y ahora conocido por su nombre musulmán, Muhammad Alí. Su negativa a ir como soldado a la guerra le costará un calvario, comenzando por ser considerado un desertor y continuando por un ostracismo público y deportivo que se prolongará durante años. Regresará a los cuadriláteros, en los setenta, para darnos grandes veladas frente a otros dos grandes campeones, Joe Frazier y George Foreman.

Recuerdo también a la dulcemente agresiva, en su belleza, Jane Fonda, la sensual y hermosísima protagonista de Klute, recuerdo su viaje hacia el país del enemigo y las aversiones que le generó, tanto entre sus adversarios políticos como en cierta opinión pública y publicada, la más reaccionaria, hasta el extremo de ser considerada una traidora, siendo perversamente mentada como Hanoi Fonda; en fin, fue declarada renegada y condenada, sin más, por su postura supuestamente antiamericana pero, sin embargo, fue absuelta por el menos común de los sentidos, o sea, por el sentido común, el cual era poseído por una gran parte de su propio pueblo.

En el fondo, desde el principio, la guerra de Vietnam no fue más que la escenificación en caliente de una guerra que en frío llevaba en cartelera desde el fin de la segunda guerra mundial. Los dos bloques en que se dividía el mundo, el occidental y el oriental, con sus capitanes, Estados Unidos y Rusia, ya habían hecho un ensayo fallido en Cuba, durante la crisis de los misiles, de llevar lo que, hasta entonces, había sido la guerra fría a un escenario real.

El 15 de noviembre de 1969 tuvo lugar una gran manifestación en Washington contra la Guerra de Vietnam

Vietnam fue el Prometeo rebelde al que el águila americana -un poco ciega, todo es verdad- intuyó presa fácil. Pronto, los vietnamitas, apoyándose en la U.R.S.S., se dieron cuenta de su sacrificada fortaleza y, tras los primeros y sufridos picotazos perpetrados por la rapaz, no sólo no se dejaron devorar los hígados sino que acabaron siendo ellos los que picotearon en la moral de una sociedad completamente pagada de sí misma. Pronto cambiaron las tornas y aquellos muchachos, soldaditos de la linda América, se vieron envueltos en un verdadero infierno de desolación y muerte. Los cadáveres de aquellos jóvenes, muchos aún barbilampiños, regresaban a sus casas empaquetados en frías bolsas de plástico, adosándoles, simplemente, una mísera etiqueta identificativa. Y retornaban por millares. Enseguida, las autoridades se apresuraban a cubrirlos con la bandera americana para intentar reducirlos al silencio con la vana excusa de un patriotismo personificado en el símbolo nacional. La trampa duró poco, pues la gente acabó por ignorar la bandera y ver, sencillamente, los cadáveres.

La guerra acabó provocando un caudal de indignación, tanto en su país como en el resto del mundo. Una juventud muy distinta a todas las anteriores elevó la antorcha de las protestas antibelicistas y del pacifismo combativo y, tras ella, fueron caminando voces de lo más dispares. Las movilizaciones contra la guerra de Vietnam unieron a un tipo de jóvenes que se manifestaban con unas maneras y unas formas de afrontar la existencia un tanto peculiares y llamativas, además de coloristas y festivas. Su actitud vital se encontraba a medio camino entre la pureza y austeridad pitagórica y el placer epicúreo. Era una juventud capaz de conjugar, a la vez, el compromiso hacia aquellas causas que consideraban injustas con el disfrute y la alegría de vivir, una alegría que pretendían contagiar al resto del planeta, fundamentalmente a través de la música. Y así fue como algunos de ellos se reunieron en comunidades donde, al igual que en La ciudad del sol, la obra de Campanella, no había ni pobreza ni riqueza ya que todos tenían, simple y llanamente, exclusivamente lo que necesitaban. Y con ello y con todo, por mucho que extrañe desde la perspectiva del tiempo transcurrido, parecían felices.

Toda la variopinta hornada que pululaba por los sesenta era temeraria en sí misma y lo mismo se atrevía a representar unos aburridos y pesados happenings que a reinterpretar Las Troyanas de Eurípides, esa epopeya clásica y antibelicista, donde se narra la destrucción de la mítica ciudad griega. Esta obra constituye, de por sí, un atrevido y brillante alegato contra las guerras siendo, quizá, el equivalente clásico a los Cuentos de soldados, de Ambroce Bierce. En ella, todos los participantes, tanto vencedores como vencidos, son completamente inmorales y éticamente reprobables. Es fácil entender, por tanto, que aquellos jóvenes vieran en este drama el reflejo de la guerra de Vietnam, una confrontación nada teatral, y sí muy real, aunque muy teatralizada, sobremanera en el cine.

Durante la guerra se llegó a un punto en el cual se tuvo la sensación de haber sobrepasado todos los límites, de haber llegado a un barbarismo salvaje, propio de épocas pretéritas. Todo ello condujo al clamor ensordecedor de un gentío, millones de personas en el mundo, capaces de enarbolar la bandera de la paz y de pedir en un solo grito, y con un sola voz, el fin de la guerra. Fue un grito molesto y machacón que ya no se acallaría hasta los años setenta. Entre tanto, las cárceles americanas se van llenando de chicos que se niegan a ir a una guerra absurda, lejana y sin posibilidad de solución. Lo que no han conseguido ni intelectuales, ni políticos, ni predicadores, lo ha conseguido un conflicto como éste: la unión efectiva y afectiva de los chavales de medio mundo en torno a un movimiento pacífico, abanderado por una música salvaje y, decidido, desde una manera de vivir desenfadada y despreocupada, a inclinar la balanza hacia el lado de la paz.

Todo terminará con más pena que gloria, sin triunfos aparentes, sin descabalgar del poder a nadie; sólo algunos restos y rostros envejecidos del naufragio dan fe de aquellos años, pero su impronta, el espíritu de aquellos jóvenes, impregnará el futuro de las sociedades que surgirán tras la guerra del Vietnam, tras el mayo del 68, tras aquella marea que se inició en torno al rock y a este movimiento contracultural que empezó en el campus de la Universidad californiana de Berkeley.

Guerra de Vietnam, soldado muerto.

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MEMORIA DE UN TIEMPO VIII-Juan Francisco Quevedo

MC5 en 1969

VIII

AL BORDE DEL ABISMO

Las comunas, donde se canta a la paz y al amor libre en torno a una hoguera se expanden a lo largo y ancho del mundo y con ellas, también proliferan las drogas, ya inseparables compañeras de esta nueva forma de vivir. Podemos afirmar, sin riesgo de error, que había más hierba en ellas que en todo el estado de Michoacán. Pero no todo, y sólo, eran las comunas, ni eran ellas tampoco lo que mejor expresaba el nuevo aliento fresco que llegaba. Había algo más, había algo de fondo en todo ello capaz de impregnar el ambiente de libertad y de hacerlo, además, en todos sus términos y a todos los niveles, sexual, política y socialmente. Se mezclaba con unos ritmos que dieron lugar a una música contestataria y rebelde, al mejor rock, heredero de tantas corrientes, fundamentalmente afroamericanas, con un fuerte radicalismo político que se vio perfectamente reflejado, allá por el 68, en la comuna donde vivían los MC5, grupo enardecido e incendiario donde los haya, surgido en la ciudad de Detroit, al amparo del rugir de los motores de sus numerosas fábricas de automóvil. Sus canciones, inspiradas por un iconoclasta John Sinclair, eran como puñetazos contra una sociedad anticuada, obsoleta y pasada de moda. Desde sus letras predicaban el amor libre, la revolución y el rock. Eran tiempos donde todo se podía dirimir entre la alegría de un gran campo de flores.

A batallas de amor campo de pluma.     Góngora (Soledades)

Eran tiempos donde aún no existía el látex y los colchones todavía se rellenaban con delicadas plumas de ave. Recuerdo especialmente al batería del grupo, Dennis Thompson, un músico bestial, capaz de imprimir tal ritmo a sus actuaciones que irremediablemente arrastraba al resto de la banda. Algo así como lo que representó Keith Moon para unos Who que nacieron al calor de 1.964. Pero no fueron los MC5 los únicos en vivir de esta peculiar manera. Vivieron como ellos, entre otros, formaciones como los virtuosos Traffic y los sicodélicos Grateful Dead. También pululó por Detroit la comuna de los Stooges, el grupo de Iggy Pop, un hombre poseído por el espíritu de la iguana y, a su vez, el mayor contorsionista que se haya visto sobre un escenario.

En cualquier caso, socializar la existencia era una apuesta diferente, así como el reflejo reivindicativo en el que se volcaban unas formas de afrontar la vida completamente distintas, más en la línea autosuficiente de las primeras comunidades cristianas. Era sin duda, en el caso de los grupos de rock, una manera de estimular la creatividad de los componentes del mismo. La gente que se acercaba a visitarlos sólo tenía que entrar, sin necesidad de aporrear la puerta, sentarse y esperar a que le pasaran la pipa; entonces ya podía ser y sentirse como uno más. Desde luego, era una ingenua manera de ver y sentir la existencia.

Tras los sesenta ya nunca nada volvió a verse y a ser igual que antes pues, sin haber llegado a nada, consiguieron lo más difícil, impregnar a la sociedad de una gran sensibilidad por los temas sociales, contribuyendo decisivamente al cambio de actitud de sus componentes ante las guerras, la educación, la liberación de la mujer e incluso ante aquello más etéreo y disperso como pueda ser una disposición distinta ante la vida. Nunca antes y nunca después, como al inicio de esta década, se vivió con un espíritu tan sincero, tan cercano a la esencia bondadosa del ser humano. Pero a su vez tampoco nunca se vivió tan al borde del abismo. Aquel sueño pronto se frustraría. Sólo tenían que esperar a ver y saber en lo que se podía convertir un yonqui.

Pasé una noche a ti pegado como a un árbol de vida

porque eras suave como el peligro,

como el peligro de vivir de nuevo.

                                 Leopoldo María Panero (Last River together)

Desconocían el laberinto de dolor y desesperación por el que habrían de caminar y tampoco sabían de la desidia y falta de voluntad a la que se verían abocados. Como verdaderos peleles, babeando por un pico, buscarían a sus camellos sin más horizonte que el rechinar de sus dientes en una boca cada día más despoblada. Estaban tan poseídos por las drogas y por la intelectualidad malentendida de Burroughs, que no fueron capaces de calibrar el desastre al que les iba a conducir única y exclusivamente, y es muy triste decirlo, su buena voluntad. Las drogas los arrastraron al abandono, a no sentirse dueños de sus destinos. Y no hay nada tan imprescindible, ni tan necesario, para el ser humano como no renunciar a su esencia, como no depender de nada ni de nadie.

La cosa más importante del mundo es pertenecerse.

                                                                                     Montaigne

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